Antonia Cortés

Desde mi ventana

Antonia Cortés


Paciencia

11/04/2024

Camina muy rápido. Más bien corre. En las noches nunca tiene prisa, por eso las mañanas se le quedan escasas. No sabe qué ha hecho, pero siempre es la misma rutina. Cree que ha estado leyendo veinte minutos y al comprobar el paso del tiempo en el reloj se da cuenta de que mínimo ha triplicado la cifra. Se propone buscar otro hueco para sus momentos de lectura. Luego se arrepiente de ese castigo innecesario y cambia de idea. La solución es tan simple como cumplir, leer lo justo, y perderse en los dulces sueños en el momento adecuado para sumar las horas que los expertos recomiendan. Pero algo tan fácil le resulta difícil. Llega una noche más y repite la acción. Y otro día que amanece apretado y que le hace retornar al mismo pensamiento: debe dejar su lectura nocturna.
Camina muy rápido. Siente que los minutos robados a esas horas de soledad, cuando las ciudades pequeñas realmente duermen, son descontados al despertarse. O no se organiza o no le cunden, pero la sensación que tiene es que nunca llega, por eso no puede entretenerse en la ducha, por eso ya salió sin desayunar, por eso va acelerada y con los dedos cruzados para no perder el autobús que le obligaría a permanecer en la parada siete minutos más. Siete minutos que no son nada o son demasiado. Depende para qué, para quién, en dónde.
El conductor la ve correr por el espejo retrovisor. Hoy se ha levantado de buen humor y abrirá las puertas para que suba. Ella agradece el gesto mientras intenta coger ese aire que le falta. Si no hay mucho tráfico podrá recuperar algunos minutos perdidos. No es lo mismo llegar a las ocho y media que a las nueve menos veinticinco. ¿No es lo mismo para quién? En el trayecto al trabajo no desconecta. Piensa en todas las cosas que ha de hacer y en si realmente podrá hacerlas. Dependerá de esa reunión urgente que no sabe lo que durará. El autobús se ha parado. Sin darse cuenta, grita un no tan fuerte que todas las personas se vuelven hacia ella. Con la cabeza agachada pide perdón. Un coche que se ha metido en el carril bus le ha dado un pequeño golpe. Nada importante, pero si había ganado algunos de esos siete minutos ahora se duplicarán... En silencio, pero como un torbellino, una voz irreal comienza a decirle la mala suerte que tiene, como al final llegará tarde y acumulará más y más temas pendientes. En el poco espacio que hay en el interior del autobús se mueve como un perro enjaulado. Y no es consciente. Alguien le coge el brazo, se gira y ve que es una mujer de pelo blanco y ojos sabios. Sonríe mientras con la mano le hace un gesto para que se acomode en el asiento que hay a su lado. No quiere, pero cede. Entonces la voz se hace real: «Tu lección de hoy se llama paciencia».

ARCHIVADO EN: Tráfico