Antonia Cortés

Desde mi ventana

Antonia Cortés


Otra vez

29/02/2024

Han pasado dos semanas desde la primera vez que la vio. Iba de la mano de su hermana mayor camino del colegio. Hacía mucho frío. El viento soplaba tan fuerte que pensó que si estuvieran en el cuento de los tres cerditos sería capaz de derrumbar la casa de ladrillo que el lobo no pudo. Se había demorado más de la cuenta en el desayuno; el reloj estaba a punto de marcar la hora de entrada en clase; caminaban todo lo rápido que podían, pero estaba casi segura de que llegaría tarde. Otra vez. Sabía que esas serían las dos palabras que el profesor diría cuando abriera la puerta. Otra vez. En los últimos meses, desde que su padre se fue de casa por las cosas de los mayores, y su madre no podía llevarlas, rara era la semana que, al menos, un par de veces no llegaba tarde. Era la consecuencia al perder el autobús y tener que esperar al siguiente, por mucho que luego se dieran prisa desde la parada hasta el colegio.

Aquella primera vez que la vio, no sólo hacía frío y viento, sino que de repente comenzó a llover como si alguien con una regadera de grandes agujeros se hubiera colocado encima de sus cabezas.  No llevaban paraguas. Corrieron sin refugio por la acera mientras iban dejando atrás la pared de un enorme aparcamiento hasta que llegaron a la puerta de la sucursal de un banco aún cerrado. El tramo había sido pequeño, pero la lluvia había caído con tantas ganas que se empaparon. Ni cuenta se dieron de que no estaban solas en ese rincón hasta que la pequeña se echó para atrás y tropezó con algo. No se cayó de milagro. Se volvió y fue cuando la vio. Desde sus seis años, no sabía calcular su edad, creyó que era mayor que su madre y menor que su abuela, pese a tener el cabello blanco como ella. Cuando su hermana también se percató de la existencia de la mujer, instintivamente cogió la mano de su hermana y la atrajo hacia sí para protegerla. La pequeña se soltó y se agachó hasta colocarse a la altura de aquella persona que agradeció su gesto con una dulce mirada. Luego abrió su mochila, sacó su merienda y le entregó un batido de chocolate, una manzana y un pequeño bocadillo de jamón de York. La mujer no pudo darle las gracias ni el paraguas que tenía, antes de que reaccionara, la niña se había marchado calle abajo seguida por su hermana. Por suerte, la lluvia había amainado.

Subió de dos en dos los escalones hasta la primera planta donde estaba su clase y abrió lentamente la puerta. Antes de volver a cerrarla escuchó lo esperado: otra vez.  

Desde aquel día, esas dos palabras no se han repetido. Ya no se demora en el desayuno ni pierde el autobús, porque si no, no podría pararse en esa sucursal bancaria donde María, así se llama, la espera cada mañana desde hace dos semanas.

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