Antonia Cortés

Desde mi ventana

Antonia Cortés


La maldad y la vida

25/03/2021

La vida te da la vuelta en un instante. Y te cambia. O te la cambian. El olor a primavera se pierde como los niños por un laberinto, aunque las amapolas y las margaritas se esfuercen en hacerse ver. Los colores se disfrazan de ese gris que perfila las antiguas fábricas de los suburbios, aunque te toque la espalda con dulcera un arcoíris insistente en envolverte, en atraerte hacia él.
Las risas de los niños, siempre sanadoras, se tornan para convertirse en molestas como lo son las moscas en una tarde de verano cuando se apuran los últimos sorbos de un buen vino y se saborea un exquisito dulce.  Y sus juegos, aquellos que suelen trasladarte a esa otra niñez propia, pasan de ser divertidos y provocadores a murmullos insoportables como los gritos que te persiguen en una pesadilla. 
A veces llueve, aunque fuera luzca el sol. Cuando uno toma conciencia de que la maldad también se pasea por las calles con la misma tranquilidad que uno se bebe una caña en la barra de un bar. Y duele, claro que duele, como ese puñal que no te clavan pero que sientes que te ha perforado el corazón al descubrir lo que nunca hubieras querido descubrir. Y entonces, la incomprensión se te sienta en la mesa para compartir una comida que te gustaría hacer en solitario. Y te observas hablando sin sentido como los locos muchas veces más cuerdos que los que presumen de ello. Y la maldad se te muestra de muchas maneras, y hace estallar la impaciencia, que aparece y reaparece como una película de terror no anunciada, que te trasforma, que te muestra como un desconocido ante los que realmente te quieren.
Hay días que uno se empeña en guardar la luz en una caja y llevarla al trastero para olvidarla con el paso del tiempo, porque es tan potente que ciega, porque es tan intensa que abrasa, porque es tan poderosa que destruye. Pero sin luz el camino es mucho más difícil, los tropiezos más continuos y las trampas del adversario más envolventes.
Sí, es cierto que puedes sentir el frío del duro invierno colarse en tus huesos, aunque vistas una camisa de manga corta y pasees por una playa que te invita a seguir el ir y venir de las olas, de la misma vida. Y vuelve a llover en tu corazón gotas del rocío, las del sudor que simbolizan el esfuerzo, ese que quieren cubrir de tierra e ignorar.
Las injusticias duelen y se cae. Caer, sí, caer. No hay que arrepentirse de haber caído, de mostrar el sufrimiento sentido, aunque no se aproxime al desgarro de la ausencia, porque la maldad, a veces, hiere casi de muerte, pero la herida se cura…  Solo hay que agarrarse a una mano amiga para volver a levantare. Caer, una, dos, cien veces… para volver a sentir la vida.