Antonia Cortés

Desde mi ventana

Antonia Cortés


Calma

13/05/2021

Es sombra de lo que fue, aunque todavía guarda su esencia. La serenidad que su cuerpo y su voz trasmite es un baño de ternura. Ese nerviosismo suyo se ha ido moldeando con el tiempo y el cansancio. Ahora, pide la calma que le gustaba sentir al amanecer en la inmensidad del monte o en la soledad de su despacho cuando los plazos estaban a punto de llegar a la meta antes de haber empezado su peculiar carrera. Sabía que podía y lo hacía. Todo lo dejaba para última hora mientras las anteriores las llenaba de otras vivencias. Decía que si empleaba seis horas se relajaría y estaría con lo mismo esas seis horas, pero si su tiempo se limitaba a una, su mente se amoldaría a los sesenta minutos establecidos. Eso sí, sin interrupciones ni despistes. Su seguridad era el arma más eficaz, esa confianza en sí mismo que le lleva a arriesgar sin miedo. Miedo, la palabra, decía y dice, que no se debe guardar en el bolsillo como si fueran monedas, porque acaba moviéndose a su antojo hasta que se instala en el alma. Palabras que repite a su nieto como si sintiera la necesidad de escucharlas, para que su seguridad no se pierda en la nueva agenda llena de inseguridades que trae la vejez. Y el adolescente le mira y asiente con la cabeza.
Es sombra de lo que fue, aunque todavía guarda su esencia. Los años se acumulan y también las cornadas de la vida, esas que como los toros dejan sus secuelas, la cicatriz para que no se olvide dónde fue el golpe, cuándo y por qué, si es que hay un por qué. Él las simula con una sonrisa, la misma bajo la que esconde el dolor de sus distintos achaques, como si pensara que sus ojos no hablan, como si borrar ese gesto fuera tan fácil como usar una goma. Una y otra sonrisa como las capas de hojaldre de una milhoja de nata y crema, como los pétalos de una rosa seca recuerdo de otra historia… Sonrisas con dulzura, con belleza, que no se corresponden con lo que esconden, con esas pastillas a deshora para soportar lo que a veces se hace insoportable, para tirar de esa pierna sin la ayuda de un bastón que añade años a los ya bastantes; con esa luz encendida toda la noche, porque ese miedo que no se tiene que guardar en el bolsillo quiere colarse por la ventana.
Una tarde más, acaba de llegar a la casa. Abre despacio la puerta de la calle para no despertarlo por si duerme, algo que nunca sucede, pero es la excusa que repite siempre. Se acerca al sillón y, al igual que él, muestra su mejor sonrisa, para que no sepa que quizá ya sabe demasiado. Y los dos piden calma, una tranquilidad sin miedo mientras el tiempo pasa y la vida les sigue invitando a participar en su carrera diaria.