Antonia Cortés

Desde mi ventana

Antonia Cortés


La oportunidad

04/03/2021

El edificio de enfrente tenía 8 plantas. Cada una se dividía en 4 pequeños apartamentos con grandes ventanales. Era como una calle sin ley y orden. Las luces se encendían o apagaban sin tener en cuenta la hora. Unas veces, el movimiento era continuo como los trenes del metro; y, otras, inexistente como una estación fantasma en mitad de la nada. Tenía cierto misterio. Todo lo que ocurría en ese edificio tendría su lógica, aunque pareciera ilógico desde los ventanales contrarios. Hasta que supo que eran oficinas en alquiler por días, semanas o meses, de ahí que sus inquilinos variasen tanto como sus costumbres, horarios o el propio inmobiliario.
Un día algo cambió. Pasó una semana y otra y otra… Durante más de un mes, observó a una joven que se pasaba las horas pegada al ordenador. Cuando se iba a dormir, aún seguía en esa estancia en la que solo había un perchero con un abrigo rojo, una maceta grande y una mesa con una silla. Tuvo la sensación de que en esa ventana se había instalado la vida, mientras que en las de alrededor había apartamentos envueltos en la oscuridad continuamente y otros, como siempre, con ese trasiego de ir y venir de gente muy dispar.
Aquella mujer estaba allí cada noche y también al despertase, pese a que aún no había amanecido. La luz encendida de aquel apartamento volvía a llamar su atención. Se inventó mil historias: preparaba su tesis, puede que unas oposiciones, acababa de separase del marido, era traductora de textos en una gran editorial, o mejor ella era la escritora… Para él aquel piso se había convertido en el entretenimiento idóneo cuando el cansancio le pedía desconectar o cuando la soledad y los recuerdos de su tierra se le venían encima. Sus ojos ya no se divertían subiendo del segundo al quinto o bajando del séptimo al primero. Era como una fijación. Su mirada siempre se dirigía a aquella joven con coleta que no levantaba la cabeza ni un segundo, ni siquiera cuando se concentraba y la miraba fijamente. A eso jugaba de pequeño, ¡y funcionaba!
Gracias a ella, aunque nunca lo supo, él toreó esa añoranza de la lejanía. Un día se le ocurrió poner un cartel en el cristal preguntándole su nombre, pero no tuvo suerte. Pensó en interrogar al portero, pero no había portero. Su timidez le impedía subir directamente al sexto y llamar al timbre. Curiosamente en esos días fue observando como cada vez eran menos los pisos iluminados, hasta que tan solo quedó la luz, el ropero, la planta y la mujer de la coleta en todo el edificio. Era un viernes y se iba, pero se dijo que el lunes cruzaría la calle. No hubo oportunidad. Al regresar un gran cartel invadía el edificio: Pisos de lujo de nueva construcción.