José Luis Loarce

Con Permiso

José Luis Loarce


Elogio del tebeo

05/03/2024

Era el puestecillo del barrio. El único. (Bueno, no, recuerdo que más cerca, entre las calles Santa Teresa y Lirio, alguien sacaba a la calle alguna vez una destartalada mesa con pequeñas cuadrículas de caramelos, chicles, pipas donde gastábamos los pocos céntimos.) El puestecillo en cuestión marcaba uno de los límites de la infancia perimetrada, el límite opuesto estaba en la Granja agropecuaria, al otro lado de una ronda sin tráfico apenas, que ya he relatado aquí.

Estaba en la esquina de los impares de Calatrava con la calle Ángel, hoy es una moderna papelería de la misma familia. Con escalón alto y puerta cristalera, para acceder a un angosto lugar abarrotado de todas las chucherías del momento —los conguitos y chicles bazokas podrían ser las novedades entonces—, pero sobre todo, los tebeos y el poder cambiarlos por los no leídos, más baratos que los nuevos. Son los tesoros de mis primeras lecturas, antes que llegaran los libros de Historias Selección, con algunas ilustraciones, también de editorial Bruguera, y sus grandes héroes históricos, las aventuras de Julio Verne o de Tarzán. Porque no había entrado todavía en casa la televisión y eran la radio y los tebeos las únicas fuentes de ficción y sueños.

Fue el histórico TBO (nace en 1917 y ya entonces daba nombre a todas la publicaciones de viñetas infantiles, cuando todavía no se llamaban cómics) el primero que conocí y su mejor historieta la familia Ulises, en la última página, aunque me sorprendían los extraños inventos del profesor Franz de Copenhague. Años sesenta, en mi caso, de Pulgarcito y Tío Vivo. La diversión ingenua con los famosos Mortadelo y Filemón, gracias al más longevo de los dibujantes, Ibáñez, creador de Rompetechos, del chapuzas Pepe Gotera o de la 13 Rue del Percebe; el hambriento y pícaro Carpanta, fue invento de Escobar cuando las cartillas de racionamiento, y también los gemelos Zipi y Zape; Anacleto, agente secreto o la familia Cebolleta, son personajes de Vázquez, entre tantísimos historietistas que forman parte de nuestra cultura popular. Como mis predilectos El Capitán Trueno (acompañado de Goliath, Crispín y la bella Sigrid) y los detectives Roberto Alcázar y Pedrín, entregas semanales en formato apaisado, igual que las Hazañas Bélicas, ambientadas en la guerra de Corea. Tan lejos aún del humor crítico y zumbón de Hermano Lobo, Por Favor, El Papus o la futbolera Barrabás, en los años de la Transición.

Quién iba a decir que ese puestecito de tebeos —aquella abuelita que nos despachaba con enorme paciencia— iba a ser vecino de calle, al correr de los años, unos metros más arriba, con una librería y editorial, Serendipia, que tiene en el cómic una de sus señas de identidad, artífice de jornadas profesionales y de un certamen ya acreditado como Manchacómic. Y quién podrá negar que la edición gráfica vive hoy su edad dorada: de mis tebeos a las modernas viñetas.