Juan Villegas

Edeumonía

Juan Villegas


Forjar el consuelo

10/11/2023

Asomarse a la actualidad es como asomarse a un precipicio, como estar al borde del abismo, es atisbar el vértigo y la tragedia. Aún desde la lejanía resulta muy difícil no sucumbir a la desesperación que provoca la guerra. No atravesamos tiempos especialmente luminosos. La guerra entre Israel y Hamás es una circunstancia más que viene a añadir incertidumbre a una realidad ya de por sí bastante oscura. Todo a nuestro alrededor parece invitarnos a la desolación. La amenaza de que los conflictos entre Rusia y Ucrania y del Oriente Próximo se extiendan, la posibilidad de que en estos enfrentamientos se utilicen armas nucleares, la proximidad del punto de no retorno a partir del cual cualquier medida ya será inútil para impedir el colapso medioambiental y que nuestro planeta se convierta en un lugar inhabitable para los humanos, la llegada de nuevas pandemias, el choque entre culturas y el final del Occidente, la deriva de las democracias actuales hacia su autodestrucción y la emergencia de sistemas políticos iliberales y cada vez más totalitarios, la cronificación de las desigualdades económicas que hacen que cada vez haya más distancia entre los ricos y el resto, la crisis mundial de la vivienda y de los alimentos… Una realidad aterradora ante la que es muy difícil no caer en la tristeza y la desesperación. El fentanilo arrasa en Estados Unidos con tal magnitud que la situación ha alcanzado ya proporciones pandémicas y comienza ya a extenderse por Europa. El deterioro de la salud mental en Occidente es cada vez más alarmante. Este periódico publicaba hace unos días que los problemas de salud mental afectan ya al 59% de la población y un informe de la FAD y Mutua Madrileña demuestra que una de cada cuatro personas entre 15 y 29 años ha experimentado en alguna ocasión ideas de suicidio en el último año. 
 Una situación así necesita urgentemente que nos demos un compromiso como sociedad y como individuos para rearmar la esperanza y reencontrarnos con las fuentes del consuelo que al parecer hemos perdido. Cada uno de nosotros deberíamos convertirnos en cortafuegos contra la desesperación para no permitir que la desconfianza en el ser humano y la frustración aniden en nuestro interior y se propaguen como el fuego devastador. Dice Michael Ignatieef en su extraordinario libro, En busca del consuelo, que «el elemento esencial del consuelo es la esperanza: la convicción de que podemos recuperarnos de la pérdida, la derrota y el desengaño, y de que el tiempo que nos queda, por corto que sea, nos permita volver a empezar, fracasando quizá, pero como decía Beckett, fracasando mejor. Es esta esperanza la que nos permite, incluso ante la tragedia, permanecer incólumes». 
Pero, ¿dónde encontrar hoy este consuelo? La etimología de consuelo tiene que ver con «encontrar alivio juntos», por contra, la «desolación» con la soledad. Urge, por tanto, reconstruir, en primer lugar, las comunidades, devolver al ser humano a su hábitat natural, la vida en común, la vida en cercanía con otros, la vida al lado de otros. El individualismo no hace más que abocarnos al descorazonamiento, a la pesadumbre. Es en la comunidad, alrededor del fuego, en el hogar, en medio de las comunidades, donde a lo largo de la historia se han construidos lenguajes para el consuelo, un consuelo que nada tiene que ver con la resignación que desarma, que nos hace darnos por vencidos, que nos autoengaña o vanamente nos ilusiona. Y hay que recuperar también esos grandes relatos que a lo largo de la historia se han ido forjando para encontrar el sentido en el que encontrar cobijo. Relatos que durante siglos han fortalecido los vínculos que sirvieron de parapeto contra una existencia abocada al fracaso. Relatos que han quedado recogidos en los grandes libros religiosos, en la Biblia, en las obras maestras de la literatura, de la pintura, de la arquitectura, construcciones culturales que autores como Michael Ignatieff, Rob Riemen o el recientemente fallecido Nuccio Ordine nos recuerdan que urge rescatar, transmitir para beber de ellos y para construir desde ellos nuevos relatos esperanzadores que nos protejan del asedio del desaliento y el abatimiento. En su colosal obra La montaña mágica, Thomas Mann, pone en boca de un extravagante Settembrini que no se puede arrebatar a los humanistas su función de educadores porque son unos privilegiados depositarios de una tradición: la de la dignidad y belleza humanas.