José Luis Loarce

Con Permiso

José Luis Loarce


Silencios

20/10/2020

El silencio es una cualidad del alma. Los silencios, como las soledades, son perfectos cuando son buscados y peleados, cuando son metas al alcance de casi nadie, nunca cuando son sobrevenidos o mortales. Hay tantos silencios como cobardías y tantos silencios como valientes osadías. Están los silencios poéticos y meditativos, noctívagos y luminosos, oscuros y gélidos, sonoros y horizontales, cofrades y taurinos, de camposanto y de biblioteca, los hay gritados a voces y luego los jamás inalcanzables. El silencio es una de las grandes preocupaciones -si no obsesiones- contemporáneas; el teólogo y novelista Pablo d´Ors lo ha estudiado en la exitosa Biografía del silencio y Alain Corbin ha intentado recientemente acotarlo en su Historia del silencio. 
El silencio también puede ser escrito o pintado o construido o fotografiado o musicalizado. Esos son los más imposibles y acaso los más elocuentes. Lo viene a demostrar el arquitecto y teórico catalán Martí Arís, fallecido en mayo por el coronavirus, en su libro reeditado Silencios elocuentes. En esas páginas ausculta a un quinteto de creadores silentes, que no silenciosos, deteniéndose, lírico, en un escritor, un arquitecto, un cineasta, un pintor y un escultor: Borges, Mies van der Rohe, Ozu, Rothko y Oteiza.
De esa corta pero apabullante nómina registrada por Martí déjenme quedar en Mark Rothko. Si Malevich llevó la pintura al grado cero confrontando —que ya es confrontar— negro sobre negro y blanco sobre blanco, es el americano de origen letón Rothko quien sublima el silencio como calidad cromática de la gran pintura abstracta del siglo XX. A mediados de los cincuenta consigue que el color se difumine, en veladuras, en dirección a los límites de rectángulos de color que vienen a ser como depósitos de silencio, remotas estaciones de emoción insólita que se extienden visualmente hacia los bordes mismos del soporte, como si buscaran el otro lado de la existencia. Verdes y naranjas, magentas y amarillos, violáceos, negros y ocres, azules y púrpuras, dorados que negaran el amarillo o el blanco horizontal sobre oscuro (como nombra, por ejemplo, uno de sus cuadros de principios de los sesenta) componen los años de plenitud desesperada, cuando dice que la pintura «ya no puede ser defendida con palabras», y acaba sintiendo una melancólica incomprensión pese al reconocimiento. El suyo fue un descenso a lo más hondo, al lugar, como confesó, donde «el silencio es tan certero»… Pocas veces el arte había procurado un silencio tan estruendoso como el suyo.