Juan Villegas

Edeumonía

Juan Villegas


Política y ética de la responsabilidad

14/10/2022

En esta legislatura estamos asistiendo a un atropellado proceso de aprobaciones de leyes con gran contenido 'ideológico', que no solucionan problemas reales, y que no tienen otro propósito que el de impulsar a marchas forzadas el cambio social y una transición hacia nuevos modelos de convivencia y organización social. Un ejemplo de esto es la aprobación en el Congreso de los Diputados, hace escasamente una semana, de la Ley para la igualdad real y efectiva de las personas trans y para la garantía de los derechos de las personas LGTBI, que es concebida por sus impulsores como un ariete para la conquista de otra sociedad donde imperen unos nuevos valores. Son ya muchas las voces que empiezan a llamar la atención sobre los problemas y trastornos serios que se están detectando en un porcentaje importante de la población adolescente desde que en la agenda del ejecutivo se convirtiese en asunto central la imposición social de una determinada ideología sobre la manera de entender la relación entre el sexo y el género. No me estoy refiriendo a las voces de los líderes de los grupos políticos que se han posicionado frente a estas leyes, tampoco a las de las asociaciones feministas que ven en esta ideología una amenaza contra la mujer más peligrosa incluso que el machismo, ni tampoco a la de instituciones que, como la Iglesia, lo hacen desde posicionamientos de tipo ético y antropológicos alternativos. Me estoy refiriendo ahora a profesionales del ámbito educativo y de la salud, profesores, psicólogos, psiquiatras, asistentes sociales, que ya empiezan a detectar y a advertir de los problemas que en muchos niños y adolescentes está generando la imposición de esta ideología, una muestra son las declaraciones recientes de Celso Arango, jefe de Psiquiatría Juvenil del Hospital Gregorio Marañón que en una extensa entrevista concedida a un importante medio de comunicación sostenía que «la cifra de adolescentes que se reclaman trans sin serlo se ha multiplicado por la ideologización, lo que puede llegar a ocasionar un daño social tremendo». 
Gobernar es difícil. Sabemos que tener que decidir no resulta fácil, y que en algunos momentos es una tarea muy complicada. Todos hemos pasado por vivencias de este tipo, vivencias que pueden llegar a ser hasta traumáticas y muy dolorosas. Si esto es así con respecto a nuestras propias vidas, qué no será tener que tomar decisiones que afectan a las vidas de otras personas, cercanas o lejanas en el espacio y en el tiempo. Gobernar consiste en decidir sobre las vidas de los demás, decisiones que puedan afectar a millones de personas de hoy y de mañana. Por eso las sociedades desde siempre se han planteado muy seriamente cuestiones tan importantes como sobre en manos de quiénes poner el gobierno. Quién debe gobernar y qué cualidades le son exigibles es algo, que por su trascendencia, ha sido una problemática constante a lo largo de la historia. A todos se nos viene a la cabeza una nutrida variedad de ejemplos de buen gobierno, de decisiones acertadas que han contribuido al desarrollo, progreso y mejora de la vida de las personas. Pero, desgraciadamente, también hay muchos ejemplos de mal gobierno, de decisiones que jamás debieron haberse tomado. 
Max Weber, uno de los padres de la sociología y la ciencia política modernas tras un breve, intenso y también decepcionante paso por la política activa plasmó sus reflexiones en una conferencia de 1919 titulada Politik als Beruf (La política como vocación). Desde su conocimiento y experiencia y poniendo en relación la acción del político con las exigencias éticas, advertía que se podrían distinguir dos formas de hacer política: una, la de aquellos que se aferran a la ética de las convicciones y que actúan siempre sin desviarse un milímetro de estas, sin que les pueda importar en absoluto las consecuencias sobre las personas de sus decisiones; la otra forma es la de quienes no se atienen tanto a los valores y principios sino a las consecuencias que puedan tener sus acciones. La acción política exige principios, los gobernantes necesitan la estrella polar de la convicción para que su travesía al frente de la nave no se convierta en un vagar al albur del puro pragmatismo o la oportunidad política. Pero la acción política no debe estar desprovista de responsabilidad objetiva, de la previsión de posibles consecuencias y estar solo envuelta «en un romanticismo de lo intelectualmente interesante que gira en el vacío». ¿Es conveniente una política hecha solo desde las convicciones y dejar el gobierno en las manos de gabinetes 'apesebrados' y de asesores fidelizados por la ideología, fanatizados, para quienes las ideas son más importantes que las personas y sus problemas reales?