En el bazar en el que se ha convertido nuestro mundo, ha ganado terreno la venta de la felicidad como producto, hasta tal punto que podemos hablar hoy en día de una «economía de la felicidad», como proponen Edgar Cabanas y Eva Illouz en su libro Happycracia. A través de numerosos espacios en internet, en libros, en terapias y demás, nos hemos propuesto, casi que nos hemos obligado, ser felices. La felicidad se ha convertido en el criterio absoluto de una vida bien vivida y no hay terapeuta ni coach que no pare de subrayar constantemente que para todo aquel o aquella que no decaiga en su lucha por ser feliz, siempre obtendrá dicha recompensa. La superación de las circunstancias adversas por nuestros propios medios nos asegurará la dosis de felicidad suficiente para que nuestra vida sea una vida que valga la pena.
El imperativo es claro: uno debe presentarse siempre ante sí mismo y ante los demás de forma positiva. Los aspectos negativos, el sufrimiento, la debilidad, la duda, el fracaso, son síntomas de una psique mal domesticada pero que, con cierta voluntad y constancia, el equilibrio está en nuestras propias manos. El proceso es siempre el mismo, reconocer que uno no es feliz, tomar las riendas de la propia vida, cambiar las actitudes negativas por una positivas y ponerse metas ambiciosas que encajen con nuestras fortalezas. Pero el problema es que se trata de buscar la presencia constante de bienestar en un proceso sin fin cayendo en la lucha constante y contradictoria de que ese que soy yo siempre está incompleto y siempre es mejorable. Siempre nos falta algo para convertirnos en la mejor versión de nosotros mismos.
Y con esto llegamos al verdadero objetivo de esta psicología bautizada como «psicología positiva»con el que comenzábamos este artículo: la felicidad se acaba convirtiendo en un objeto de consumo, en el objeto fetiche de una industria mundial y multimillonaria que gira en torno a la oferta y la demanda de un amplio catálogo de mercancías emocionales, servicios, terapias, dietas, etc., todo asentado sobre una presunta base 'científica' para poder llegar a ser quien debo ser. La felicidad es el activo más importante en el que uno puede invertir su tiempo y su dinero ya que las personas felices son más saludables, adaptadas y más productivas. En definitiva, mejores ciudadanos.
Hay toda una industria dedicada a ofrecer recetas fáciles y respaldadas por una supuesta 'ciencia', como digo, que prometen a sus usuarios un mayor control sobre las emociones. El fracaso, por tanto, es susceptible de racionalizarse con unas técnicas sencillas que garantizan resultados eficaces y en un tiempo breve, a la par que económicamente asumibles. Venden la autogestión de sí mismo incluso como un proceso amable y sencillo. A veces incluso con la descarga de una app el éxito queda garantizado (Happify te da la felicidad por dieciséis euros mensuales).
Los problemas de uno son problemas de perspectiva y la persona debe presentarse ante los demás de forma genuina, ser auténticos, pero jamás concretan qué es eso de la 'autenticidad', del mismo modo que jamás definirán qué es ser 'feliz' ni qué es la 'felicidad'. Se ha convertido en demanda social porque alguien auténtico va a ser alguien independiente, eficiente y seguro de sí mismo, triunfador y diferente, sabe cómo venderse, especialmente en las redes sociales, escaparate de la más variada tecnificación frívola de la felicidad y la autenticidad.
Pero todo se convierte en un proceso ad infinitum. La felicidad como mercancía se ha convertido en una industria que mueve desde productos de belleza, de salud, de nutrición, de relaciones sexuales a técnicas para mejorar la asertividad, para manejar el estrés, la ansiedad, la relajación, para hablar en público o para gestionar las emociones. Siempre hay una nueva dieta que seguir, un vicio que dejar, un hábito saludable que conquistar, un tratamiento que probar o un talento que desarrollar, una experiencia que vivir o una capacidad que optimizar. Del mismo modo que en nuestro mundo todo está organizado para que no dejemos de necesitar sentirnos satisfechos con unos vaqueros, a nivel emocional no podemos mejorar y ya está. Siempre hay algo que mejorar, ser cada vez más felices, más serenos y ser más productivos. Se trata, en el fondo, de despertar la obsesión por uno mismo constantemente hasta tal punto de convertirnos en «hipocondriacos emocionales» (J. Schumacher).
Hay dos conclusiones que para mí son desastrosas en todo esto: una es la vinculación entre la felicidad y la moral, de tal modo que sentirse bien es ser feliz y, por tanto, ser buena persona; la segunda es que el sufrimiento es algo inútil si de él no se extrae alguna enseñanza positiva, grado máximo del desconocimiento de lo que es ser persona de verdad.