Ramón Horcajada

Edeumonía

Ramón Horcajada


Mera vida

13/01/2023

Hay una tentación profunda en el ser humano que es la de buscar en el otro la confirmación constante de sí mismo. Si la tentación de por sí puede ser evitada, también puede ser promovida cuando el mundo es habitado por sujetos que buscan constantemente permanecer encerrados en sí mismos y cuyo horizonte hermenéutico de su existencia es incapaz de ir más allá de su puro ego. Este sujeto reduce todo a objeto de consumo, incluyendo al propio prójimo, y vive obsesionado por esa zona de confort, como dicen hoy, que es el «sí mismo» pero que no deja de ser el mundo de lo «igual», de «lo que hay», como gustaba decir a Levinas. «Lo que hay» es el mundo de lo mismo, del «sí mismo», en el que ya no hay transcendencia ni novedad, que es lo que supone el otro.
Hemos olvidado que hablar de la relación, siguiendo con Levinas y Derrida, es hablar de la muerte. Hegel lo vio también cuando habló de la relación humana desde la perspectiva del amo y el esclavo: el amo es amo porque no ha temido a la muerte, mientras que el esclavo ha acabado como esclavo porque es incapaz de dejar de ver la muerte como una amenaza constante. El amo supera la vida, la «mera vida», como ha recordado Byung-Chul Han, mientras que el esclavo vive aferrado a esa mera vida, de ahí que haya optado por la esclavitud renunciando a volar en libertad, ha preferido la seguridad que concede la esclavitud y ha renunciado a la amenaza mortal que supone ser libre. E. Fromm también supo intuir esta cuestión en su libro El miedo a la libertad, y es que quien no ha aprendido a saber morir no arriesga nada, quien no se descubre limitado y mortal se dedica a vivir su vida como una acumulación de pequeñas muertes que suponen esas esclavitudes en las que acabamos encerrados a lo largo de nuestra vida. Platón supo verlo también y nos lo transmitió en el mito de la caverna.
Emmanuel Mounier me enseñó que cada esclavitud buscada es la búsqueda de una dosis de seguridad en la que buscamos el consuelo de gozarnos a nosotros mismos, pero en la que al mismo tiempo nos encerramos en la más pura soledad, en la más pura mera vida, añado yo. Y eso es lo único que proporcionan el estoicismo o las técnicas orientales que de forma tan masiva buscan nuestros conciudadanos (cuyo lema recuerda a aquel «tengo que amarme lo suficiente como para no necesitar a los demás para ser feliz»), consuelos con los que vivir de forma más dulce la esclavitud de la mera vida negando la muerte desde la más absoluta soledad y desde la obsesión por la salud, otra de las esclavitudes actuales. No es cuestión baladí que la única salida que nos quede hayan sido las terapias. Pero siempre en la misma dinámica, la del esclavo sometido al amo, aunque ese amo sea el «sí mismo» endiosado y anarcisado, muerto en vida, en la mera vida.
El consumo, el hedonismo, el individualismo, han hecho olvidarnos de quiénes somos realmente. La «vida buena» de los griegos la desvirtuamos reduciéndola a «buena vida» y después no nos ha quedado más remedio que conformarnos con la «mera vida». Es eso lo único que son capaces de ofrecernos nuestros políticos. La nueva ley educativa es una ley de mera vida; todo lo que sale por la boca de nuestra ministra de Igualdad, el «sí es sí» o lo que sea, es mera vida (uno no sabe si habla de un goce constante o de una desconfianza continua cuando habla de las relaciones); los cantos de sirena de subvenciones y ayudas con los que comprar nuestros votos, nuestra libertad, a la búsqueda de esclavizarnos en más seguridades, son mera vida, dinero podrido que nos pudre. Políticas de supervivencia.
Salir de la mera vida es algo más que todo esto. Es dejar de ser, de nuevo Levinas, y mirar cara a cara a la muerte que soy para saberme libre, libre para amar de verdad, libre para el encuentro auténtico, el que exige la pequeña muerte de los que se encuentran para que el otro sea quien tiene que llegar a ser. Lo demás son discursos frívolos, mediocres y ridículos, aunque los diga la Pedroche ataviada con lo que quiera. El amor verdadero pasa por la muerte, por el don del otro, y el narcisista esto ni lo huele. «El superviviente equivale a un no muerto, que está demasiado muerto para vivir y demasiado vivo para morir» (Byung-Chul Han).