Ramón Horcajada

Edeumonía

Ramón Horcajada


El riesgo de ser persona

17/11/2023

Una de las cosas más importantes que la filosofía me ha enseñado, contrastada por la vida que es la que instruye de verdad, es que ser persona significa estar siempre al borde o a punto de no serlo. 
Al ser humano no le entra en la cabeza y hay que repetírselo constantemente. Ser persona es ser un problema constante, es ser azarosa aventura, de ahí que la filosofía del siglo XX no cesara de recordarnos ese aspecto de la existencia: ser persona es ser drama, es no saber qué va a pasar con uno mismo, es saber que cada instante puede convertirse en un peligro, incluso de uno para consigo mismo. De ahí que Ortega, de forma no casual, estableciese que la facultad suprema para vivir fuese la cautela, del mismo modo que para Aristóteles la prudencia fuese la virtud por excelencia. Para el madrileño, mientras el tigre no podía dejar de ser tigre, el ser humano sí que vive en el riesgo constante de perderse, en el riesgo constante de deshumanizarse. Por eso hay veces que a las personas nos pasa nada menos que no ser personas. 
La incertidumbre y la inseguridad están presentes constantemente en ese río que llamamos vida, de ahí que la gran tentación sea la de traicionarse a sí mismo al ir comprobando que nuestro mismo ser acaba siendo una utopía. La persona se ve rota, resquebrajada en esos altibajos por los que uno es al mismo tiempo un triunfador y un fracasado dependiendo del momento y del ámbito que analice en su vida. Puede ser el mejor de los gestores y el más alejado de los amantes, el mejor de los compañeros y un padre mediocre, científico reputado e incapaz de mirar a los ojos a nadie.
Ser persona es vivir en la cuerda floja. Y precisamente por eso a lo largo de tantos siglos el ser humano intentó ayudarse de la mejor manera que pudo, ya medio lo he dicho mencionando a Ortega y a Aristóteles, y se dio a sí mismo la ética y la política mientras avanzaba en el conocimiento del mundo y de la naturaleza. 
Tras los mitos, tras los escritos sagrados de todas las culturas, tras la filosofía, no había sino una mirada de amor a la par que de reserva del humano para consigo mismo. Lo que el ser humano pretendió fue decirse quién era y cómo podía asegurarse el cuidado de sí mismo y del otro. Y es que el riesgo de ser persona lo hemos visto desde el principio de los tiempos. Por eso de alguna manera tuvimos que decirnos a nosotros mismos el abismo al que estamos abocados si no sabemos responder de forma entrañable a esa caricia tan íntima que supone la simple pregunta que un día aprendimos a hacernos y que es tan sencilla como si es bueno hacer esto o si es justo hacerle esto a esta persona. Y el ser humano aprendió a decirse a sí mismo que es posible vivir en la verdad, en el bien y en la justicia, incluso se atrevió a decirse que es posible mirar a los ojos al otro y asegurar que «decirte que te amo es decirte que nunca morirás».
Del mismo modo nos dimos la política, para poder intentar asegurarnos la mejor manera en la que un ser tan débil y tan primario podría vivir en comunidad y abandonar la jungla para siempre. Y a pesar de los riesgos e incluso sin acabar de creérselo, el ser humano se dijo que la mejor manera de convivir entre nosotros es asegurándose un mínimo de dignidad, de justicia, de libertad y de igualdad, se dio la democracia para asegurarse de que esto al menos se intentara, porque quizás el drama sería menos drama sintiéndose acompañado y apoyado por quienes sufriendo sus mismas limitaciones podían subirlo a sus hombros para poder evitar la crecida del río y poder llegar a orillas insospechadas, esas orillas donde se vislumbran pensamientos y aspiraciones comunes.
Esto es ser persona. No descansar ni en la duda ni en la certeza, vivir en temor y libertad incluso prometiendo una fidelidad inquebrantable, temer perder la luz y esperarla siempre. Un día pregunté a mi maestro: «¿Por qué todo tan complicado? ¿Por qué todo tan difícil?» «Porque no somos hormigas», me respondió él. Y esa es nuestra grandeza y nuestra condena.

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