Estuve el martes con Alaska en el Poble Espanyol, ese interesante espacio de Barcelona donde caminas por todos los rincones de España dentro de un museo al aire libre levantado en la montaña de Montjuic. La artista acaba de cumplir 62 años y muchos jóvenes de veinte o de treinta no tienen ni la mitad de su vitalidad. Es arrolladora por dentro y por fuera. Da igual las veces que la hayas visto actuar en directo porque siempre sorprende. Es lo que tiene ser auténtica y, por tanto, única.
Hay una izquierda puritana que se ha apartado de Alaska porque no dice lo que quieren escuchar ni se junta con los pata negra del progresismo. La líder de Fangoria es una hereje cuando sentencia que no es progresista y lo pone al mismo nivel que negar que sea de derechas. En determinados círculos poco tolerantes, la persigue su amistad con Federico Jiménez Losantos y su presencia en el programa del de Orihuela del Tremedal. Eso la convierte en sospechosamente facha, un término al que cada día recurren los que se han quedado sin argumentos. No eres nada ni nadie si a la hora de comer no te han llamado facha, al menos, un par de veces. También Alaska ha tenido que precisar en alguna ocasión: «El mundo se está olvidando de lo que es ser fascista de tanto decirlo». Y como se sale del carril, los Jorge Javier Vázquez de turno le han escupido encima a sus huestes mordedoras, por si le pegaban algún bocado con los colmillos. Pinchan en hueso y les queda la penitencia de tener que seguir escuchando sus canciones allá donde vayan.
Uno de los españoles que mejor torea a los agriados odiadores es Arturo Pérez-Reverte. Está acostumbrado a que le llamen facha tantas veces o más que rojo peligroso o masón. El académico lo resuelve siempre con habilidad: «Tiene su encanto saber que serías fusilado igual». Lo que Reverte no ha visto venir ni siquiera de lejos es que algún día le iban a acabar llamando analfabeto. Escribe un miembro de las juventudes de Vox en la antigua Twitter: «Que este analfabeto haya sido referencia intelectual de media España durante tanto tiempo por escribir tres libros y aparecer en El Hormiguero dice mucho de la decadencia del nivel de pensamiento del español promedio». Sin sonrojarse lo más mínimo. Arturo Pérez-Reverte ya era corresponsal de guerra cuando el chaval que pontifica -de Murcia, para más señas- no había nacido. Ha escrito más de 30 libros, su obra ha sido traducida a más de 30 idiomas y es miembro de la RAE desde 2003. Ocupa el sillón «T» de la Real Academia Española, para información del voxero tuitero. De haber leído más a don Arturo, aunque sea alguno de sus artículos semanales, no habría caído en ese ridículo tan evidente. No tienes que estar siempre de acuerdo con él. Basta con leerlo.
A Emiliano García-Page se le pueden reprochar muchas cosas y son las urnas las que le juzgan cada cuatro años, como a Reverte los lectores que deciden comprar o no sus libros. O como a Alaska sus seguidores, que optan por ir a los conciertos o quedarse en casa lamentando sus desdichas. «No quiero más dramas en mi vida». El sábado, a las puertas del Comité Federal del PSOE, al presidente de Castilla-La Mancha le aguardaba un selecto club de sanchistas -la mayoría, mujeres- que hacían de guardia pretoriana del secretario general del PSOE al grito de «Pedro, te necesitamos» y «Pedro, te queremos». Frente a Ferraz 70, cuando vieron llegar a Page, tenían preparado el arsenal: «¡Traidor! ¡Sinvergüenza! ¡Miserable!». Y en medio, una de las señoras tiró de manual: «¡Facha!». Todas respondieron a coro y, cuando el presidente castellanomanchego entró en la sede, cruzaron las miradas y las sonrisas celebrando su hazaña. Casi siempre, los propios son más dañinos que los contrarios.