Corría el año de 1085 cuando los moradores de estas tierras cambiaron por completo de aspecto, costumbres y religión y es que el rey Alfonso VI por fin había conquistado Toledo arrebatándoselo a Yahia Al-Quadir que huyó dejando atrás y a su suerte a la mayoría de sus súbditos.
Los días siguientes a la rendición de la plaza fue un constante trasegar de gentes. Musulmanes, judíos y mozárabes paseaban aparentemente sin rumbo por un Toledo fuertemente custodiado por los soldados cristianos que vigilaban para que nadie se revelase ante el devenir de los nuevos tiempos.
No era para menos ya que aquella ciudad era la más grande jamás reconquistada, el centro neurálgico de los reinos de Taifas y después su derrota los cristianos tenían en mente continuar con su particular cruzada hasta expulsar a los musulmanes por completo de la península. Ellos lo sabían, por eso precisamente había que esmerarse a la hora de mantener el orden y para que nunca más regresaran.
Hubo una noche en especial en que uno de esos valientes guardianes, conocido por todos como Rodrigo, hacía su ronda nocturna. Se detuvo en seco al ver una escurridiza sombra que pasó frente a él en plena Tolaitola. Lo primero que pensó es que era un ladrón. Al darle el alto la figura se detuvo temblorosa. Fue solo entonces cuando el soldado reparó en que no era más que una joven mujer. Al bajarse del caballo e iluminarle con la tea se quedó paralizado. Jamás había visto unos ojos de mirada tan oscura y hermosa. El resto la cara la llevaba tapada por un velo y la intriga le sedujo aún más. Con voz taimada le pidió que se identificase. Era una temerosa musulmana de las que dejó atrás su rey y a la que le tembló la voz al pronunciar su nombre. Zahida se llamaba.
Rodrigo no supo que hacer. Tan hechizado estaba que no pudo resistir la tentación de apartarle el velo de la cara tentando al respeto. Su rostro aún era más bello que su mirada. Incapaz de contenerse la acarició la mejilla y ella lejos de rechazarle le devolvió la carantoña empujando su rostro hacia su palma. Era tan grande la atracción que surgió de inmediato entre los dos que no supieron frenarla a pesar de venir de estirpes enemigas. Sin atender a razones se enamoraron locamente y a partir de aquel instante hicieron lo imposible por verse de nuevo. Amparados por las mismas sombras que forzaron su primer encuentro se fueron conociendo un poco más.
Ella era hija de un musulmán acaudalado que había acatado las condiciones del Rey Cristiano para conservar parte de sus posesiones. Zahida convencida de que su padre nunca la descubriría a pesar de la estrecha vigilancia a la que la tenía sometida estrechó su relación con el cristiano. Hasta que Rodrigo cada vez más engatusado no tardó en proponerla matrimonio.
En las largas noches que se sucedieron hablaron durante horas de cómo podían hacerlo pese a todos los impedimentos que los separaban. Y llegó el día en que ella al fin y después de mucho pensarlo mucho le prometió renegar de su religión y bautizarse con el nombre de Casilda. Era algo que su familia nunca aceptaría, pero no la importó. Huirían juntos de Toledo para poder casarse. Prepararon todo minuciosamente para poder cumplir su sueño la siguiente noche de luna llena y ella con apenas un hatillo de equipaje subió sin titubear a la grupa del caballo de Rodrigo.
El tronar de los cascos retumbaba manso sobre el terral de las callejas hasta que al fin salieron de la ciudad, cruzaron el Puente de Alcántara y pudieron espolear al corcel.
Amanecía y empezaron a sentirse libres cuando de entre unas zarzas dos jinetes musulmanes les salieron al paso. Al ver a Zahida sin preguntar supusieron que era una cautiva del cristiano y decidieron liberarla. Rodrigo se hubiese enfrentado a ellos sin dudarlo si no fuese porque la llevaba abrazada a su cintura y su vida corría peligro. Dando la vuelta apretó las espuelas para ponerse al galope y escapar pero pesaban demasiado y los inoportunos maleantes no tardaron en darles alcance.
Espada en mano asestaban mandobles al aire cuando el caballo de Rodrigo tropezó con un canto del arroyo por el que cruzaban y cayeron los dos al suelo. Sólo entonces fue cuando Rodrigo se dio cuenta de que habían alcanzado a Zahida y yacía malherida. Era un Tajo limpio y la sangre manaba de su gráznate a borbotones.
Rodrigo, furioso desenvainó y de un solo golpe mató a su agresor. Era tal su expresión de odio que el otro salió corriendo sin esperar a nada más.
Ya solos, se inclinó para sujetar la cabeza de Zahida. Ella con el último aliento de vida le pidió que la bautizase allí mismo. Rodrigo quitándose el yelmo lo llenó de agua y cumplió con el este primer sacramento y con el tiempo justo para tomarla como esposa ante Dios y aunque no hubiese sacerdote que oficiase. Ella con una expresión de paz sorprendente le besó y murió.
Rodrigo la enterró justo debajo del monte Bu y de la tumba de Abul, aquel musulmán que tan solo dos años antes murió preso de otro amor frustrado. Rezó un responso por la salvación de su alma y se encaminó al monasterio de San Servando para tomar los hábitos y no salir jamás.
Desde entonces a aquel lugar, tumba de amores frustrados, le llaman el arroyo de la Degollada. Dicen que la sangre de Zahida corrió por el hasta fundirse con las aguas del Tajo y aún corre diluida por los manantiales.