En 1955, Anthony Flew, gran defensor del ateísmo científico, expuso la siguiente metáfora (parafraseando a J. Wisdom): «Un día llegan dos exploradores a un rincón en medio de la jungla repleto de flores y hierbas. Uno de los exploradores dice: 'Habrá un jardinero que cuida de este rincón'. Pero el otro no está de acuerdo: 'No hay ningún jardinero'. Y así plantan sus tiendas y montan la guardia. No aparece ningún jardinero. 'Quizás es un jardinero invisible'. Entonces los dos se ponen una barrera de alambre espinoso y la electrifican. La búsqueda es encomendada a perros policía. Pero ningún grito hace pensar que un intruso haya recibido una descarga eléctrica. No se notan movimientos del alambre espinoso que puedan denunciar a un trepador invisible. Los perros permanecen en silencio. Todavía el creyente no se convence: 'Es un jardinero invisible, intangible, insensible a las descargas eléctricas, no emana ningún olor y perfectamente silencioso, un jardinero que cuida secretamente el jardín de sus amores'. Por fin, el escéptico se desespera: 'Pero ¿qué queda de tu afirmación originaria? Ese jardinero que tú consideras invisible, intangible, eternamente esquivo, ¿en qué puede diferenciarse de un jardinero imaginario o incluso de ningún jardinero?'».
Según Flew, esta metáfora representaba a la perfección el sinsentido del discurso sobre Dios. Nada de lo que dice el defensor de la existencia divina puede refutarse, por eso, para Flew, no tenía sentido el discurso teológico. El contenido de las afirmaciones sobre Dios no puede demostrarse, no tienen contenido empírico, son frases vacías de significado.
Unos años antes de su muerte, sin embargo, nos regaló otra parábola: «Imaginemos que un teléfono móvil es depositado por las olas en la playa de una isla habitada por una tribu sin contacto con la civilización moderna. Los nativos juegan con los números del teclado y escuchan diversas voces cuando marcan ciertas secuencias. Suponen que es el aparato el que produce estos ruidos. Algunos de los nativos más listos ensamblaban una réplica exacta y marcan los números de nuevo. Oyen de nuevo las voces. La conclusión es obvia: esta peculiar combinación de cristales, metales y productos químicos produce lo que parecen ser voces humanas, y esto significa que las voces son simplemente propiedades del aparato. Pero el sabio de la tribu convoca a los científicos de la isla a una discusión. Ha llegado a la siguiente conclusión: las voces que salen del instrumento deben proceder de gente como ellos mismos, gente que está viva y consciente, aunque hablan en otro idioma. Habría que investigar en esa línea. Los demás se ríen y contestan: 'Mira, cuando dañamos el aparato, las voces dejan de sonar, lo cual demuestra que son sonidos producidos por una rara combinación de litio, códigos de circuitos impresos y diodos parpadeantes'». Con esta última parábola lo único que pretendió decir es que las teorías preconcebidas conforman nuestros datos en lugar de que los datos conformen nuestras teorías. En esto, veía Flew, reside el peligro del ateísmo dogmático. Frases como «no debemos pedir explicaciones de por qué existe el mundo, está aquí y punto» o «la vida surgió por azar, de la materia», parecen argumentos racionales, pero no son ninguna prueba de que lo sean.
Cuando el sabio tribal de la parábola les dice a los científicos de la isla que investiguen todas las dimensiones de la evidencia, sugería que la no exploración de lo que parece razonable excluye la posibilidad de una mayor comprensión del mundo situado más allá de la isla habitada por la tribu. Y Flew pregunta a los científicos: ¿qué más tendría que ocurrir para que se pudiera suponer una razón para que al menos considerarais la existencia de una Mente superior?
No podemos reducir todo al principio por el que el científico creyente es el bueno y el ateo el villano. Cada uno tendrá que exponer sus razones. Anthony Flew acabó poniendo las cartas sobre la mesa y acabó reconociendo que las leyes que rigen el universo manifiestan la Mente de Dios, y que el origen de todo, de esas leyes, de la vida y la reproducción, no se explican sin esa Mente. Lo único que hizo fue seguir el consejo de Platón en su República y que siempre inspiró su vida científica: «Debemos seguir la argumentación hasta dondequiera que lleve». Y eso hizo durante toda su vida, aunque le costase el desprestigio en un mundo intelectual que no entendió su giro y que incluso le tachó de loco y senil por hacer lo que hizo a la edad en la que decidió reconocer que toda su vida había estado equivocado. Mientras tanto, Dawkins no hizo más que criticar al anciano filósofo por sus capacidades mentales, sin siquiera, como dice el propio Flew, «molestarse en escribirme personalmente».