Recuerdo con nostalgia el tiempo de nuestras ordenaciones sacerdotales, las de mi generación. En la fase preparatoria, se había introducido una pretenciosa costumbre en el Seminario. Al mejor estilo episcopal, cada ordenando escogía el lema: una frase (de preferencia bíblica) que recogiera lo mejor que proyectaba para su futuro camino. Junto con una colección de fotos, un mural exponía el lema y la pequeña historia gráfica del futuro cura. En el curso anterior al mío, apareció un sorpresivo lema: ni bíblico ni teológico, era un llano y extraño «expropiado para utilidad pública». A profano y administrativo nos sonó aquel lema sacerdotal.
Pero, la vida te enseña. Y he llegado a comprender que aquel lema, que bien pudiera haber sido gran letrero a la entrada de cualquier parcela sustraída a la propiedad privada para el servicio del pueblo, vale también (y ¡con qué propiedad!) para la vida de alguien que decide «expropiarse» hasta de su propia historia, haciendo de ella una propiedad de todos. ¡Con qué impacto pude sentir la expropiación como estilo de vida! Fue en Etiopía, en tiempo de una enorme sequía que, en el norte, había juntado en Makelé a más de 300.000 refugiados del hambre. Eran mis tiempos de Cáritas Internacional, y allí coincidí con Madre Teresa de Calcuta. El encuentro con aquella gran pequeña mujer me impactó. Viajaba ella sin nada; sólo un cesto parecido al que llevaba mi abuela cuando iba de compras. Porque viajaba y vivía sólo de lo que su corazón «expropiado» le daba… ¡y era tanto!
Ante aquellas arrugas de entrega, aquel rostro curtido a golpe de pobres, aquellos ojos perdidos en ojeras de solidarios insomnios, aquellas brazos endebles de tanto abrazar sufrimiento, aquellos pies sin calzado para poder caminar sin tropiezos, aquellas manos maltrechas de tanto donar sin reservas…, sentí lo que era «expropiarse». Y pensé: ¿expropiarse o ser expropiada? La palabra sencilla y austera de aquella monja andariega, «pedacito» de cielo en la tierra, me dio la respuesta. Ella no se expropió, «fue expropiada». Por su gusto, hubiera sido como uno de tantos y tantas…, porque ser una «propiedad privada» a todos nos gusta y nos tienta. Su expropiación le fue regalada por quien «no haciendo alarde de su categoría de Dios, se despojó de su rango (se «ex-propió») y pasó por uno de tantos». Teresa de Calcuta no se expropió; fue expropiada por Jesús que le regaló una inmersión encarnada hasta el fondo…, hasta tocar la mejor verdad de ella misma y de todos: que «la vida se nos dio y la merecemos dándola».
Teresa de Calcuta es ejemplo de «antropología desde la entrega». Frente a una antropología disfrazada de cosas, ella encarna la antropología desnuda de todo lo propio, pero llena de todo lo ajeno que no quiere nadie, de lo ajeno tirado, de lo ajeno temido, de todo lo ajeno inservible y basura… Expropiada por Jesús, «varón de dolores, conocedor de todos los quebrantos, ante quien se vuelve el rostro»…, expropiada, para ser hecha «caricia de Dios». E iluminado su rostro por un corazón aprestado a Aquel que le dijo: «Tengo sed». Lo puedo ver cada día cuando voy a celebrar la eucaristía con sus hijas: la cruz del altar no está vacía; tiene al crucificado. Y junto a él, la Palabra: «Tengo sed». Calmando la sed de Jesús, se construyó la mujer que Dios se apropió para darla… Pero ella no se engañó: ni la cruz ni la sed las buscó en el pasado. Se le hicieron presentes en los miles y miles de pobres que tocó y abrazó, que curó y que cuidó, con regazo de mujer y con entrañas de madre, con «las entrañas» que nombran a Dios, porque el Dios de Jesús es «entrañas maternas».
Como Teresa de Ávila, Teresa de Calcuta hubiera podido decir de sí misma: «No tengo un pelo de tonta”. No es que no conociera que una máquina implacable, llamada sistema, se dedica a hacer pobres…, no es que no percibiera que son muchos los «duros» a los que no les importa fabricar excluidos… No es que los entresijos más hondos se le quedaran tranquilos frente a tanta injusticia… Pero ella hizo del amor su protesta y su grito… Y, de su vida, un camino señero de que hay que expropiarse de todo para hacer de este mundo una «parcela» de todos.
*Pedro Jaramillo es misionero de la parroquia de San Juan de la Cruz (Ciudad de Guatemala, Guatemala).