Gustavo Adolfo Bécquer Bastida. Un laurel de versos en Toledo (II Parte)

Por Almudena de Arteaga
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"En Toledo viví en la calle de San Ildefonso donde planté un laurel que aún asoma por encima de su tapia. Es el árbol de los poetas"

El poeta que se había refugiado con sus hijos en Toledo, regresó en 1870 a la capital, donde dirigió ‘La Ilustración de Madrid’. - Foto: LT

En Toledo pasé tres momentos importantes de mi vida, los años posteriores a la caída de Isabel II, el año en que me casé y publiqué “La ajorca de oro” tan relacionada con la Virgen del Sagrario en la iglesia de San Pedro Mártir y mi leyenda del beso y, los momentos sucesivos al descubrimiento de la infidelidad de mi mujer algo de lo que les hablaré más adelante. Fue entonces cuando escribí La rosa de la pasión y El Cristo de la Calavera rindiendo mi particular homenaje a otras  leyendas toledanas de tiempo inmemorial. Empecé allí a toser y la temida tuberculosis como una sombra amenazante de muerte comenzó a mellar mi salud.

Viajé al Moncayo y ya recuperado de aquella enfermedad conseguí un empleo en la Dirección de Bienes Nacionales  hasta que un fatídico día me sorprendió mi director dibujando en horas de trabajo. Fui despedido y aquello me sumió en una tristeza tan profunda que si no llega a ser por los desvelos de mi hermano Valeriano y la patrona de la pensión en la que vivía nunca hubiera sonreído de nuevo.

Escribir sin duda me ayudó a salir de aquel agujero. Se me ocurrió empezar a narrar una comparativa entre el arte sacro, la tradición religiosa, la arquitectura y su historia y descubrí que la tradición religiosa siempre terminaba siendo el eje sobre el que giraba nuestro pasado. Aquello resultó tan incomprensible para algunos que sólo pude publicar el primer tomo de mi Historia de los templos de España, con las hermosas ilustraciones de mi Valeriano.

Retrato de Gustavo pintado por su hermano Valeriano

Apenas conocí a Josefina Espín, esta se hizo la dueña de mis pensamientos hasta que un día inesperadamente en una de las tertulias que solía organizar su padre el músico Joaquín Espin, oí cantar a su hermana Julia. Esta de inmediato desplazó de un plumazo mi interés por Josefina para seducir uno a uno mis cinco sentidos.

Navegando peligrosamente entre el interés de una hermana y el desinterés de la otra no faltaba a una de aquellas reuniones. Su padre era maestro director de la Universidad Central, profesor de solfeo en el Conservatorio y organista de la Capilla Real. Un protegido de Narváez al que convenía arrimarse para medrar en la corte. Me enamoré perdidamente de Julia que aunque me trataba con cariño, nunca me correspondió. A ella le dediqué mis primeros versos de amor. Ella fue mi primera musa en las rimas amatorias. La siguieron una vallisoletana que pasado el primer momento de pasión me dejó para quiebro de mis desconsuelos. Y hubo otras tantas mujeres hasta que por fin, el 19 de mayo de 1861 a mi cuarto de siglo cumplido me casé con Casta Esteban y Navarro, la madre de mis tres hijos.

Recién casados pasamos penurias hasta que llegaron las buenas noticias de mano de mi amigo Rodríguez Correa que ya escribía en El Contemporáneo y me consiguió un trabajo remunerado en el periódico de González Bravo. Fueron cinco años los que estuve en aquel periódico redactando  las crónicas sociales y políticas. Un puñado de años durante los cuales nacieron mis tres hijos. El primero Gregorio Gustavo Adolfo lo haría en Soria en nuestra casita de vacaciones. Dos años después vendría al mundo Jorge y un poco más tarde Emilio.

Entre el parto del segundo y el embarazo del tercero tuve que regresar a  Sevilla a reponerme de otra recaída de la dichosa tuberculosis. Fue por aquel entonces cuando Valeriano aprovechó el tiempo de ocio para retratarme. Las peleas constantes de mi querido hermano con mi mujer eran cada vez más asiduas y aquello era algo que me hacía sufrir pues  tenía muy claro que ella nunca conseguiría separarme de Valeriano. Yo escribía mientras él  ilustraba mis palabras y aquel tandem era inquebrantable.

Intenté calmar los ánimos de mi insaciable mujer aportando algo más de dinero a la familia. Lo conseguí cuando González Bravo me consiguió otro trabajo más como censor de novelas y por fin pude regresar a Madrid con veinticuatro mil reales de sueldo. Fue entonces  cuando nació mi tercer hijo. No se parecía a mí ni en el blanco de los ojos y descubrí que Casta, ignorando por completo el significado de su nombre, me había sido infiel. Nunca supe si mi tercer hijo pudo ser del amante de mi mujer o mío pero lo tomé en mis brazos como propio pues la criatura no tenía ninguna culpa de los desmanes de su madre.  

La decepción me empujó de nuevo a viajar a la ciudad que desde joven me cobijó y sosegó en tiempos difíciles. Permanecí mi querida Toledo hasta que Eduardo Gasset me reclamó en Madrid para dirigir La Ilustración de Madrid. Separado ya de Casta y mucho más tranquilo regresé a la capital.

En diciembre me acatarré gravemente para una semana después cerrar los ojos definitivamente a la vez que la luna cegaba al sol. Ya no celebraría la Navidad. Era un veintidós de diciembre y solo tenía 34 años. En mis momentos de agonía pedí a mi amigo Augusto Ferrán que quemase mis cartas privadas, que hiciese todo lo posible para publicar el resto de mi obra inédita y que cuidase de que nada les faltase a mis tres hijos.  Casado Alisal fue el que consiguió aunar todas las fuerzas necesarias para que todos mis escritos vieran la luz pudiendo así honrar mi memoria y de paso conseguir un sustento para mi familia. Gracias a este buen amigo como sarán llegué a ser más conocido vivo que muerto.

PD: En Toledo viví en la calle de San Ildefonso donde planté un laurel que aún asoma por encima de su tapia. Es el árbol de los poetas y con este, después de haber tenido hijos y haber escrito muchos libros, cumplí con el tercer mandamiento de lo que un hombre ha de dejar en este mundo. Gracias a Toledo por robar el nombre a la calle lechuga para rebautizarla como la de “los Bécquer” y a la fábrica de la moneda y timbre por elegir mi efigie para sus billetes de cien pesetas.