Le suele pasar a todos los presidentes: la política internacional es como el descanso del guerrero, les permite olvidar por un tiempo las tensiones del día a día en Moncloa y los embates de la oposición y los medios de comunicación.
Pedro Sánchez, que atraviesa las semanas más difíciles de su mandato, ha dejado atrás Koldos, Begoñas, Puigdemones y Feijóos y ha sido recibido a los grandes por el Rey de Jordania, el heredero de Arabia Saudí y el emir de Qatar. Incluso se le ha visto satisfecho en su cita con el saudí Mohamed Bin Salman, el famoso MBS, nombre maldito en tiempos para Sánchez -con razón- por su vinculación con el asesinato y descuartizamiento del periodista Kashoggi. MBS es el hombre más poderoso de Arabia y uno de los más poderosos del mundo, y al presidente español le interesaba especialmente no solo por el papel que juega en el siempre convulso Oriente Medio sino también por la compra de acciones de Telefónica, operación prioritaria para el gobierno español … y el saudí.
Sánchez ha anunciado iniciativas interesantes en esa gira: está decidido a que España reconozca el Estado Palestino antes del verano, que Palestina sea miembro de pleno derecho de Naciones Unidas, y que se cree un Estado palestino y otro israelí para lograr la paz. El problema es que España pertenece a la Unión Europea, y que esa iniciativa, como recuerda Josep Borrell cada vez que tiene ocasión, tiene que adecuarse a los principios europeos de una política internacional común, además de las políticas de seguridad y defensa.
Ocurre lo mismo con Marruecos, con Argelia, y con algunos países latinoamericanos. Pedro Sánchez se siente muy cómodo tomando decisiones de tipo internacional que en unos casos tienen que ver con los intereses de España, pero en otros están muy condicionados por cuestiones ideológicas. O incluso con las presiones que recibe de sus propios socios de gobierno. Por ejemplo, las de Podemos antaño y hoy las de Sumar, con una vicepresidenta que, a falta de influir en otros capítulos, en las últimas fechas quiere marcar perfil propio en la política del gobierno respecto al Magreb. Con unas relaciones con Marruecos que necesitan ser explicadas para acabar con la rumorología, y con serias repercusiones en las que mantiene España con Argelia, el comercio del gas, la venta de armas a Marruecos y, también, la inmigración ilegal a España desde las costas marroquíes, que se ha incrementado de forma exagerada desde que Sánchez cambió de política respecto al Sahara y asumió la posición del rey Mohamed VI.
A Sánchez le atrae su papel internacional, que potencia todo lo que puede con distintas citas internacionales. Sabe además que tiene buena entrada en muchos países, aunque algunos de ellos no se caracterizan por su respeto a la democracia. Pero lo que no puede olvidar el presidente es que los problemas españoles no se detienen cuando él coge el avión oficial para irse fuera. Cuando regresa, le están esperando. A veces, agravados.