El joven compositor ya apuntaba maneras de golfo. Sería en su madurez cuando lograría revolucionar la historia de la música con obras profundísimas y espléndidas. La prohibición de amar es un panfleto escrito por ese veinteañero defensor de la orgía y el desenfreno, lleno de deseos insatisfechos que intentaba en vano disfrutar maritalmente de una liberal actriz, Minna, a la que más tarde desposaría. El desenfreno wagneriano con otras damas le llegaría más tarde y entonces pudo probar su panfleto en carnes propias y destrozando vidas ajenas, como la de su devoto director de orquesta, von Bülow, a quien corneó llevándose a Cósima Liszt como presa.
El tema no trata tanto del amor como del deseo enamorado o no de satisfacer las ansias lúbricas, en especial por los machos ahí representados, incesantes en su acoso a las féminas, tratadas con cierto machismo propio de la época como volubles y sin apenas voluntad. Solo logró un cierto escándalo: «El carnaval no mira si es madre o hija, marido o abuelo, pues el desenfreno todo se lo permite». Aquí no se miran las consecuencias, estamos ante un canto de ebriedad ensalzado por Nietzsche. El ardor del carnaval se esgrime como una loca necesidad frente a la castidad e incluso se atreve con el femenino convento de la heroína.
El tratamiento del monasterio es tanto en el libreto como en la escenografía típico de la visión negativa que engendraron los protestantes, un mito donde las monjas lloran y se consuelan como pueden, comiendo, por ejemplo, ante su fracaso frente al mundo, o fisgando las revistas de moda.
El placer erótico va a ser el motor de esta comedia, ajena a mayores metafísicas y algo simplona, pero con una excelente y variadísima puesta en escena, a lo Escher, que, pese a su modernidad, no daña el texto ni la música. Resulta atractiva para los antiwagnerianos y amantes de la ópera italiana, con resonancias de Donizetti, Bellini o incluso Rossini. Entonces Wagner no era Wagner, tal y como pasó a la historia, sino un frustrado director de coro en Wurzburgo, donde estrenó su primera ópera, Las hadas, siguiendo el estilo de Carl Maria von Weber, con lamentable resultado. Cambió entonces italianizándose y reelaboró una obra de Shakespeare, Medida por medida, ambientándola en Sicilia, entre calientes latinos. El estreno fue desastroso, además se pelearon los cantantes por asuntos adúlteros.
El libreto incluye algunas incoherencias o errores, algunas torpezas en el tratamiento vocal, pero la obra en su actual realización no deja de ser interesante para ver al artista en sus tanteos, mucho antes de alcanzar la genialidad. La danza final en la que el pueblo de Palermo se subleva ante el hipócrita y a la vez puritano regidor es brillante, con general alborozo, hasta la aparición del rey, la presidenta de Alemania, Merkel, que arroja a su paso billetes a las gentes.
Es digno de destacar el respeto hacia el público con una temática más bien poco moral, pues en otras escenografías hubieras sido fácil una puesta en escena muy subida de tono y, sin embargo, han sido sutiles y cuidadosos para que la obra sea admisible más bien por todos. No hay escenitas que sonrojen demasiado al pudor. La obra gana así su presencia sonora y de comedia. Los aplausos no se centraron, y con razón, en las arias y fueron fríos, aunque al final lograron celebrar el gran montaje con un buen papel de Christopher Maltman y esforzado de Manuela Uhl para hacer imaginar al posterior genio de Bayreuth a través de ciertos tratamientos de la cuerda, esbozos tal vez inconscientes del leitmotiv, y cierta tendencia a la walkirización de sopranos.
Si se hubiera realizado como estaba previsto por el entonces inexperto Wagner tendría un agotador acto primero de unas cuatro horas, sin descanso; varios morirían extenuados en el segundo acto; pero pudo recortarse evitando numerosas repeticiones y así tenemos una interesante muestra de arqueología musical muy bien presentada y accesible.