Bernardo de Balbuena, el Poeta Manchego

Por Almudena de Arteaga
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Bernardo de Balbuena ejercitó sus dotes en la capellanía de la Audiencia de Guadalajara de México.

Vine a este mundo un 20 de noviembre de 1568 en Valdepeñas, como  la mayoría de los hijos bastardos de aquellos tiempos lo único que me dijeron cuando tuve uso de consciencia, es que mi padre se había marchado siendo yo un niño pequeño a México. Llegué incluso a dudar de que este supiese de mi existencia hasta que un día, siendo ya un joven y por sorpresa,  recibí una carta de él en la que me aconsejaba reunirme con él a sabiendas de mis dotes para el estudio en la escuela de Granada. Fue una alegría saber que en la lejanía no nos había olvidado y que de vez en cuando mi madre le escribía para hacerle partícipe de mis avances.Al igual que anteriormente con El Expolio, mi obra para la sacristía de la catedral; con el entierro también tuve problemas para que el párroco me pagase pues no nos poníamos de acuerdo en el precio pues yo le pedía 1200 ducados y él decía valer menos.

Clara mi vocación sacerdotal en el seminario donde me instruía mi confesor me aconsejó no dudar más, aprovechar la oportunidad y dirigir mis pasos hacia el nuevo mundo pues allí, mucho más que en mi Castilla natal, se necesitaba de la palabra de Dios. Tenía por aquel entonces unos veintidós años y México era la mejor opción que me podían haber ofertado.

Me embarqué por aquel entonces ufano y sin  intuir ni siquiera por aquel entonces que no regresaría a Valdepeñas hasta más de dos décadas después. Lo haría cumplidos ya los treinta y ocho y para despedirme de mi madre para siempre.

Al llegar a Méjico no tardé en darme cuenta de que mi padre había conseguido aprovechar todas las oportunidades que aquellas vírgenes tierras le habían brindado consiguiendo con  creces su inicial propósito, ya que era propietario de varias tierras con sus huertos y cultivos.   

Recuerdo que el viaje fue largo y no demasiado apacible.     

Debió de ser durante aquellas tediosas horas cuando por primera vez empecé a escribir  versos y a sentir como de cada uno de ellos manaba mi incipiente amor por la literatura y sorprendiome la facilidad que tenía para idearlos sin apenas dificultad.

En la universidad de México y con la inestimable ayuda económica de mi padre estudié  arte y teología, para después de licenciarme y ejercitar mis dotes en la capellanía de la Audiencia de Guadalajara de México. A partir de entonces firmé como bachiller.

Contaba ya con un cuarto de siglo de edad cuando emborronando legajos terminé de escribir algo que hacía años había comenzado. Era  “Bernardo o la victoria de Roncesvalles”.   Aquellos fueron los primeros trabajos de mi juventud, fábrica y compostura del calor y brío de aquella edad, que tienen a gala semejantes partos de la imaginación.  

Las andanzas de mi protagonista y tocayo, protagonista  principal del texto; llegaron a llenar las inquietudes de una década de mi vida. En ellas Bernardo era fruto de los amores del conde de Saldaña con doña Jimena, hermana de don Alfonso el Casto. El rey, ofendido castigaba al conde de Saldaña con la prisión y recluía a doña Jimena en un convento para educar a Bernardo en la corte. El resto, habrán de leerlo ustedes pues nunca me gustó repetirme.

A partir de entonces a cada lugar que iba, sobre todo las fastuosas bibliotecas que poseía la iglesia, se convirtieron en mi templo y albergue. Allí descubrí a Aristoto y a Biolardo con sus poemas épicos a Teócrito y Vigilio virtuosos de todo tipo de versos pastoriles y a otros tantos clásicos y  procuré aprender tanto de ellos, como de otros tantos poetas anónimos que en ocasiones me hacían vibrar con el mensaje de sus palabras y la forma de disponerlas.

Mi segunda obra la terminé después de haber estado ya varios años en México. Aquella ciudad fue la musa de mi inspiración  y por ello quise titularla la “Grandeza mexicana” ensalzando en todo momento lo que los Españoles habían sembrado en esas tierras desde que las descubrieron. Fue publicada en México por Ocharte y quise darle forma epistolar dirigiendo mis versos a doña Isabel de Tovar y Guzmán, por habérmelo ella insinuado y porque se disponía por aquel entonces a pasar en un convento el resto de sus días. Fueron ocho capítulos en versos donde describí la historia, el clima, la flora, fauna y la vida de esta hermosa y excitante ciudad.

Descubrí entonces que mis veros gustaban pues gané un concurso literario que me ayudó a darme a conocer en otros muchos círculos a los que aún no había llegado. Viví bastante tiempo en Nueva Galicia, lo que ahora se conoce en los mapas como Jalisco y Nayarit hasta que en 1606 decidí regresar a España.

En mi tierra natal aproveché para pasear de nuevo por mi querida Valdepeñas y visitar a todos mis parientes pues de algún modo intuía que nunca más regresaría, como así fue y conté en un principio. Durante aquel año en España aproveché la oportunidad de doctorarme en Teología por la universidad de Sigüenza.

Al volver a México escribiría mi tercer libro de poemas titulado  “Siglo de oro en las selvas de Erífile “ qué publicaría tan solo dos años después.  Fue una obra con tiznes pastoriles en la que alterné la prosa y el verso para mi propio entretenimiento y el de todos los que a ella quisiesen acercarse.

Gozaba ya de un gran prestigio como poeta cuando tomé posesión del cargo de abad de Jamaica a principios de 1610 y con bastante retraso por el simple hecho de suponérseme bastardo por no poder probar el matrimonio de mis padres.  Algo, que se me olvidaría cuando nueve años después fui nombrado Obispo de Puerto Rico con la gran satisfacción de ser el primero de una larga lista en este cargo. Aproveché mi posición para lo que siempre había deseado, mi sueño hasta ese momento frustrado; crear mi propia biblioteca donde aunaría las grandes obras de los poetas de todos los tiempos con las mías propias.

En 1624 por fin vería publicada mi obra “Bernardo o la victoria de Roncesvalles” en la lejana ciudad de Madrid. Tres meses tardaría en llegarme un ejemplar de aquellos que me mandaron como justificante.

Con aquella obra ya encuadernada estarían prácticamente repletos los estantes de mi librería en la Isla de San Juan hasta que un año después cuando con gran dolor  de mi alma la vi arder tras un ataque de los piratas holandeses al mando del temeroso Balduino Enrico.

Muchos, leyendo mi vida, podrían pensar que fui un poeta dada la época que me tocó vivir pero no pueden estar más desorientados pues mis gustos clásicos me marcaron profundamente y si tuviese que describirme me auto titularía como un poeta clásico en pleno siglo de oro.

PD. Mi corazón quiso dejar de latir en San juan de Puerto Rico, un once de octubre del mismo año que el de Don Luis de Góngora. Era el año del Señor de 1627.