Esperábame casi ansiosa mi vetusta y tierna madre, dolorida por innumerables achaques, para celebrar la Natividad, entregada a una interminable tarde invernal: la televisión parecía el centro de la existencia. Las ruedas me habían llevado por densas carreteras de otras ruedas, otras presencias que iban a celebrar la gran fiesta familiar, aunque algunos apenas recordarían lo ocurrido en Belén de Judá.
La tradición perduraba, intensa, pese a los intentos que en los últimos tiempos había por diluir todo lo que procedía del cristianismo. Iba cambiando la clásica frase: «¡Feliz Navidad!», por «¡Felices fiestas!», algo más general con lo que pareciera que todos fueran a brindar.
Había decorado la entrada con adornos, un pequeño pesebre y guirnaldas rodeando el gran espejo en donde mi aparición nocturna se reflejaba. Gran alegría destellaban sus ojos, marchitos, como uvas pasas cuando el tiempo las abrasa, pero sabia, paciente, en paz; la vejez no es fácil de llevar, más bien nos lleva ella y arrastra a la tumba, no sin antes habernos maltratado mucho o poco. Edad en que hay que aprender a perder... Preparamos la gran cena de Nochebuena, regalándonos. Cuando acabamos volvió a encender el televisor, mientras se limpiaba la mesa y la vajilla. Si tenía fuerzas iríamos juntos, apoyándose en mi férreo brazo, a la clásica Misa del Gallo, que canta a media noche la gran alborada.
Las imágenes mostraban un cabaret navideño, lo que antaño fuera asunto de mala fama y vicios varios; en otro canal, músicas y danzas estrafalarias, sin vestigios de la noche que se celebraba. Los clásicos villancicos habían desaparecido, la tradición parecía exterminada. Juergas, pitanzas, vida abdominal y la noche como una feroz nada, aunque aquella era estrellada. Deseos de paz universal, cariño, amor: celebración de ternura en un mundo mudo para quienes sufren o son demasiado pequeños. Algunos mezclaban elementos chocantes, como esa enorme cadena comercial de la ciudad que de modo encubierto y refinado mostraba sus objetos tejidos con el árbol navideño, como ornamento, pero eran artefactos eléctricos, para distintos tipos de masturbación, femenina y masculina, si bien ese local erótico resultaba tan discreto que parecían bombones o juguetes.
Los santos inocentes pasaban entre bromas profanas, engaños graciosos, diversión de niños y grandotes, pero llegaba el final del período anual, gran festejo, baile -desmadre- iba a actuar, había que desembocar en el caos para librarse del mal, como si así no viniese otro más fatal, sumidos en una general ebriedad, huyendo de la realidad. Solo en los placeres uno se tenía que bañar, alejarse del mundo político o legal, que a todos nos podría amargar. A emborracharse, a bañar la mente en la pócima del olvido, en vez de meditar sobre cómo el tiempo se nos va a pasar, como individuos y como sociedad.
Más allá de los escándalos, dijimos: ¡Feliz año nuevo! ¡Prosperidad!