En los últimos días, se han sucedido varias noticias que ponen de manifiesto que la política contemporánea no hace prisioneros y que el bipartidismo funciona como una trituradora que arrasa con aquellas formaciones que intentan abrevar de su electorado tradicional. La más reciente ha sido la decisión de Iván Espinosa de los Monteros de dejar Vox y la política por supuestos «motivos personales». En la víspera, se conocía que la dirección de Podemos se veía obligada a iniciar un Expediente de Regulación de Empleo (ERE) para echar, al menos, a la mitad de su plantilla y cerrar nueve de sus delegaciones territoriales. Sin solución de continuidad, esta misma semana Ciudadanos comenzaba la mudanza desde su pretenciosa sede de la calle Alcalá, frente a la plaza de toros de las Ventas, hacia un edificio más modesto y asumible para sus finanzas.
Los tres partidos han visto truncadas sus estrategias por los rigores de las urnas. Primero fue la formación naranja, que después de tocar techo en las elecciones generales de abril de 2019, cuando se quedó a tan solo 210.000 votos y nueve diputados del PP, comenzó un rápido e inexorable declive. De convertirse en el principal partido del centroderecha hace apenas cuatro años ha pasado a no comparecer en los comicios del 23 de julio.
Más lento, pero igual de irremediable, ha sido el hundimiento de Podemos. La marca fundada por Pablo Iglesias y sus confluencias llegaron a lograr 71 parlamentarios en las generales de junio de 2016. Los morados se quedaron cerca de asaltar los cielos y de superar al Partido Socialista. Tres años después, con menos representantes en la Cámara Baja, lograban entrar en un gobierno de coalición con el PSOE, pero los errores de sus ministerios durante la legislatura y la irrupción de Sumar, la etiqueta de Yolanda Díaz, ha dejado al partido de los círculos en una situación muy comprometida.
Vox ha sido la última formación en sumarse a la nómina de damnificados por el veredicto de los votos. Desde la noche electoral del 23 J, Santiago Abascal y sus adláteres han intentado desviar la atención culpando a Alberto Núñez Feijóo y a los medios de comunicación hostiles por no haber cumplido con sus expectativas. La autocrítica ha brillado por su ausencia en un partido que ha pasado de 52 a 33 diputados. 19 escaños y cerca de 700.000 votos menos. Un fracaso evidente, por más que se intenten poner paños calientes.
Los errores de los dos grandes partidos tras la profunda crisis económica de finales de la primera década del siglo y los titubeos al hacer frente al desafío independentista en Cataluña fueron el caldo de cultivo para que surgieran nuevas opciones políticas. Muchos dieron por muerto el bipartidismo, pero, pocos años después, los que están de funeral son aquellos que habían venido a enterrarlo.