Andan estos días muchos rasgándose las vestiduras por la indecencia política que supone el pacto con Bildu en los términos que lo ha planteado Pablo Iglesias: «Se han incorporado a la dirección del Estado», ha dicho. El acuerdo existe aunque al ministro Ábalos le han encargado limar las grandilocuencias sangrantes. Y tenemos al PSOE volviendo a tender al sol del otoño sus almas, sus registros y sus tripas, mientras Emiliano García-Page pone de largo el hospital más deseado, un recinto de tal magnitud «que solamente Sus Majestades podían inaugurarlo», ha dicho. Lo de Bildu, sin embargo, colea y lo que te rondaré, colea más aún que un hospital del que llevamos hablando desde la época final de José Bono, los esplendores de José María Barreda antes de la crisis brutal, pasando por María Dolores Cospedal y hasta nuestros días. Algo así como la obra postmoderna en clave sanitaria de El Escorial.
Pero lo de Bildu colea más. En un país en el que estamos volviendo la vista atrás continuamente, con la guerra civil siempre a nuestras espaldas y buscando a cuenta de esta tragedia carnet de pedigrí democrático, cuando pocos, a derecha e izquierda, podrían permitirse el lujo de tirar la primera piedra, en un país así no es descabellado pedir un mínimo de coherencia. Pactar con el andamiaje político heredero de todo aquello de ETA es una operación en la que hay saltar unas cuantas líneas infranqueables. Las víctimas del PSOE a manos del terror etarra son lo suficientemente significativas como para estremecerse cuando Pablo Iglesias dice eso de incorporarlos a la dirección del Estado. Demasiado tremendo.
El caso es que con este panorama hay sectores en la derecha que apelan al PSOE ‘decente’, ‘histórico’, ‘con visión de Estado’. A veces, todo hay que decirlo aunque esto sea otra historia, estos sectores realmente lo que desearían es un PSOE sin identidad, sin la sal y la pimienta de la izquierda patria. El PP puede demandar un PSOE así, como en la casa del puño y la rosa a veces piden un PP irreconocible de tan descafeinado. Pero lo cierto es que se echan en falta hoy voces clarividentes como la de Alfredo Pérez Rubalcaba que poco antes de fallecer advertía, de una forma sutil, que Pedro Sánchez le había dejado de hablar cuando le contradijo en sus deseos irrefrenables de construir una aritmética parlamentaria con Podemos y los independentistas, a lo Frankenstein. Sánchez, al final, lo consiguió y es ahora cuando estamos viendo los resultados, con un Pablo Iglesias crecido y actuando de puente entre el Gobierno de España y aquellos a los que España les importa un bledo, es más, odian su propia existencia histórica y no existe república en el mundo, por más plurinacional y solidaria que fuera, que les hiciera cambiar de idea.
El PSOE es el trayecto complejo que va de Emiliano García-Page a Odón Elorza, pero ha sido el PSOE comprometido con España el que ha permitido los años más fructíferos de nuestra historia moderna, de manera que sería oportuno recordarle al socialista vasco, siempre tan pulcramente escurridizo, que Bildu jamás ha iniciado un proceso de rectificación, que sigue jurando la Constitución por imperativo legal, que continúa permitiendo homenajes a asesinos sanguinarios en tierras vascas y navarras, que no se arrepienten de eso que ellos llamaban ‘la vía armada’ (a lo más que ha llegado Arnaldo Otegui es a apostillar que «quizá se mató a demasiada gente»), una carnicería que realmente no era otra cosa que la agresión continua y contumaz a una población indefensa a la que se la condenaba, sin ningún tipo de justificación, al miedo, a la dictadura del terror y a la segregación étnica en nombre de no sé qué pureza de un pueblo supuestamente oprimido. Demasiado serio como para olvidarlo por más que la inquietante brújula de Pablo Iglesias se empeñe en un trabajo de zapa, como un Caballo de Troya introducido en los aposentos principales del Estado para poner sobre la mesa de la gobernabilidad la posibilidad de que el sistema democrático vaya cediendo terreno a una entelequia desastrosa acompasada por Arnaldo Otegui al que Iglesias tiene el atrevimiento de situar en la dirección del Estado, pasando por encima de tanto dolor y de la justicia que más allá de lo estrictamente penal debe seguir recayendo sobre la consideración pública hacia este personaje.