Tomás, santo Tomás, fue incrédulo. No había estado en la primera aparición de Jesús resucitado. Sí estaba al octavo día. Se había quedado en la cruz. Admirable entrega sacrificial. Sangre derramada, cuerpo entregado, pero cruz de fracaso, cruz que, en sí misma, no es victoria excepcional, aunque sí común: «En verdad, en verdad os digo: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aun mayores, porque yo me voy al Padre». Cuántos amores y entregas repartidos en la historia y en el mundo; cuántos silencios de amor; cuántas entregas incondicionales; y cuántas cruces vividas, sufridas y calladas.
Es la resurrección la que transforma la incredulidad, la duda, el desánimo por el fracaso en alegría, en confianza y en testimonio. Es el fruto de la entrega lo que transforma todo, hace nuevas todas las cosas, paenifica la Creación, nos hace testigos alegres de la vida. Sin ella, la fe y la vida están vacías.
Vivimos, nos afanamos. Día a día. Año a año. Conformados en pequeñas satisfacciones que nos señalan un bien mayor, una victoria más plena. Rumor sordo de eternidad. Al pie de la cruz confiamos porque la muerte ni tiene ni es la última y definitiva palabra. Día a día, año a año vivimos preguntando la plenitud en todo. Es ese el aliento y la confianza de nuestra vida: saber que todo lo que hacemos es semilla de plenitud. También las entregas silenciosas pero manifiestas.