La pobreza como norma

Patricia Vera
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Antonio Fernández es misionero en Barahona (República Dominicana), donde los habitantes viven hacinados en viviendas insalubres sin agua potable ni saneamiento y no tienen acceso a alimentos

La pobreza como norma

Largas colas en los supermercados y bancos, población al borde del hambre, grandes carencias en higiene y saneamiento... este es el mundo en el que se mueve estos días el padre Antonio Fernández, misionero de Fuencaliente que desde hace 26 años se ocupa de evangelizar la zona de Barahona, al suroeste de República Dominicana. Estos días se afana en repartir alimentos a los colectivos más vulnerables, una tarea que acometen habitualmente desde la Pastoral Social Cáritas y que ahora es imprescindible.

En la zona de Barahona se vive del turismo (ahora con hoteles cerrados y vuelos cancelados), de las remesas de los inmigrantes (con exigua red de bancos ahora colapsada) y de grandes obras del entorno como la presa Monte Grande, que acaba de despedir a 600 trabajadores. La pobreza es lo normal: más de 50 % de las personas «comen en la tarde de lo que trabajan ese día, así que no salir a trabajar trae hambre y la necesidad».

En República Dominicana se ha impuesto el toque de queda de 17.00 a 6.00 horas, por lo que los ciudadanos han de recluirse en sus viviendas, el 70 % de ellas «insalubres». «Las que están bien son de cemento, pero es un porcentaje muy pequeño», comenta el padre Antonio, «la mayoría están hechas de planchas de zinc y las más pobres también las paredes», comenta. Los migrantes haitianos viven en casas hechas con materiales de desecho levantadas en terrenos que no son propios. Ellos, más de un millón, ven la cara más dura: dos o tres generaciones sin papeles, tienen que renovar la tarjeta de inmigración cada año y «ahora les piden mucho dinero», «no pueden recibir ayudas oficiales» y «en sexto les echan de la escuela porque no tienen documentación» para vivir «de pequeñas ventas ambulantes o trabajos mal pagados en agricultura o construcción».

La pobreza como normaLa pobreza como normaSi la vivienda dificulta el confinamiento y hace que las familias tengan que saltarse las normas porque no caben (menos aún podrán mantener distancias), la higiene también deja mucho que desear. «El virus aún no ha entrado con fuerza, pero cuando entre...», deja caer. «En muchos barrios no llega el agua potable, solo algunas horas dos veces por semana», cuenta Fernández, como ocurre en su parroquia: «Tenemos que esperar a si pasa un camión y nos puede dar». Tampoco hay red de saneamiento: «Son pozos sépticos que van al subsuelo y las aguas se contaminan», comenta. «Hay mucha escasez de letrinas; en las viviendas más pobres hacen un hoyo en el suelo y ponen una caseta de zinc», describe, aunque dentro de un proyecto que llevan a cabo han calculado que «faltan 250 letrinas». «En la zona de los montes tienen colapsados todos los sanitarios y van al monte a hacer sus necesidades», especifica. fácil pensar que el lavado frecuente de manos para parar el coronavirus es una utopía.

La sanidad pública es muy deficiente, con «profesionales sin vocación de servicio» y donde a veces tienen que llevar las cosas los propios pacientes, y la privada, inaccesible para los pobres, no cubre todos los tratamientos. Con lo cual, la mayoría no podrá recibir asistencia médica.

Su parroquia colabora con las medidas del Gobierno: ayudan a repartir «el aporte de alimentos crudos del plan social de la Presidencia», que consiste en una compra de 8 o 10 euros que dan para que una familia de cinco personas coma algo durante dos o tres días; reparto en comedores escolares una vez en semana para paliar las comidas (tres al día) que hacían en la escuela... Otras ayudas estatales son la dotación de un fondo de asistencia solidaria a los desempleados, junto con las empresas, para llegar al salario mínimo (unos 200 euros) o el incremento de la cuantía de la tarjeta ‘Comer primero’ de 30 a 100 euros.

La Pastoral Social Cáritas lleva a cabo sus propias acciones: la entrega de las 20.000 raciones de 1 libra de arroz son soja o con gandules dentro de su programa habitual, la compra de alimentos gracias a donaciones, la dotación de comida a domicilio a los ancianos que estaban en los centros de día gestionados por la diócesis o el dispensario médico «muy importante ahora».

En cuanto puedan, retomarán el resto de proyectos, incluyendo la Colecta del Sacrificio pospuesta, con especial atención al pequeño fondo que llega desde el cine solidario de Alcázar de San Juan y Alameda de Cervera para construir letrinas y proyectos de saneamiento y que continuarán cuando los negocios abran.

 Los dominicanos, habitualmente alegres y comunicativos, son presa del miedo. «La economía está totalmente desolada, dejan de trabajar y ven el futuro color de hormiga», comenta Antonio Fernández, con la esperanza puesta en que «el caliente ayude» y confiándose a remedios caseros.