No la dejan subir a la habitación fuera de las horas establecidas, una norma que siempre ha cumplido hasta hoy que ha decidido romperla; un poco, por rebeldía, y otro poco, por necesidad. Es tan consciente de su desobediencia como del posible castigo que puede recibir, aunque… ¿cómo se puede castigar a una anciana de 92 años por querer estar un rato tranquila y sola mientras ve llover? ¿La dejarán sin postre? ¿Le prohibirán ver una televisión que no le interesa? ¿La despertarán más temprano aún? ¿La llevaran antes a la cama pese a sus súplicas de ver cómo atardece?
Ha aprovechado el descuido de una de las cuidadoras que limpiaba el zumo vertido por otro anciano para abandonar la sala común. Un lugar donde siente que el tiempo no pasa porque el aburrimiento se ha instalado; porque la tristeza le ha robado las ganas de hacer nuevas amistades; porque lo normal es que de una semana para otra ya no sean los mismos que eran.
Ha salido muy despacio, casi arrasando los pies para no ser escuchada, y ha comenzado a caminar por el largo pasillo, ahora solitario, que lleva hacia las escaleras que suben a las dos plantas donde están los dormitorios. Gracias a Dios, sus piernas aguantan, aunque tendrá que agarrarse bien para no tropezar o resbalarse. Por suerte, hay una barandilla.
Va contando los escalones uno a uno como cuando era pequeña. Las escaleras blancas se han convertido en aquellas de madera de su infancia. Parece escuchar las risas de su hermano que se burla de ella porque él ha sido más rápido; la voz de su madre que suplica que tengan cuidado porque se pueden caer. Ya ha pasado la primera planta. Se para porque necesita coger aire para seguir. Quizá su corazón no esté tan fuerte como sí lo están sus recuerdos. Da miedo ese pasillo casi en penumbra donde no se escucha un alma porque todas están en la sala principal. Se agarra fuerte y comienza su cuenta atrás. El viento ha debido abrir alguna ventana porque siente una ráfaga de aire. Hace calor, pero el cielo se ha vuelto gris y amenaza con una tormenta de verano, la primera de esta estación recién llegada.
En un lateral de la puerta está escrito su nombre: María. Teme que está cerrada con llave, pero un pequeño giro demuestra que no. La cama está hecha, su camisón encima. Se acerca a la ventana y levanta la persiana. Ya ha comenzado a llover. La abre un poco y saca la cara para respirar el aire mojado. El agua golpea el cristal cada vez con más fuerza. Recuerda el miedo que de niña tenía a las tormentas. Y se va de nuevo a esa niñez. Su olor, su sabor, su temor… Y siente que nada importa.
De pronto, escucha unos pasos seguros, amenazantes, que se acercan; una puerta abierta con brusquedad; un grito… Pero no se gira. A estas alturas, ya no tiene miedo a ningún castigo.