No hay rubí con el ardiente resplandor de un ascua de encina en la cama del fuego. Más aún si la noche es fría. No hay zafiro con el fulgor de esa llama azul pegada a la corteza cerca del corazón de la hoguera. No hay esmeralda como esa hoja bendecida por una gota de rocío. No hay plata que brille como la luna. Y al oro del sol no hay quien le pueda retar con la mirada.
Y son aún más hermosos porque son efímeros, porque sólo captaremos su belleza unos instantes y luego ya se habrán esfumado antes nuestros ojos, como si jamás hubieran existido. Porque a esa hermosura nunca podremos poseerla, ni siquiera tocarla, ni mucho menos intentar esclavizarla y hacerla 'cosa' nuestra. Ni siquiera nos dejará tocarla.
Nos sobrecoge un atardecer no sólo por el impacto que hace a nuestra vista. Nos emociona aún más porque se nos escurre entre los dedos y se escapa a nuestros ojos. Donde antes había maravillosos resplandores y los colores más vibrantes a nada solo habrá negrura. Porque es pasajero, porque como el agua se nos escurre entre los dedos del alma y porque es, en el fondo, como nuestra propia vida, como cada momento de nuestra vida, es por lo que nos despierta tal emoción y sentimiento.
Por ello quizás amo tanto los rubíes, los zafiros y el oro que hay en el fuego de la hoguera. Y aún más si las noches son de luna fría.
Amarillo, naranja, rosa y violeta se mezclan en la ola de la llama cuando se eleva de la hoguera. Es rojo en el ascua y es azul al borde mismo de la madera que arde al enroscarse al humo.
En la rama seca, cuando el fuego come con ansia, crepita, pero cuando el agua, su enemiga, está dentro, su boca hambrienta sisea con furia hasta hacerla salir burbujeante por sus extremos. En la madera blanda, como la del álamo caído, la llama puede subir con brillos blancos y lenguas altas, aunque no tanto como cuando come aliaga o se recrea en asaltar las matas de romero que lo hacen vibrar y reírse en múltiples chispas olorosas.
Pero es en la madera fuerte, la de la compacta encina o el poderoso roble, donde el fuego descubre el verdadero color de su rojo y ardiente corazón. Es allí, donde se derrama su sangre, donde la ascua reluce y aleja a la misma llama con la feroz intensidad de su brillo. Ese es el verdadero color del fuego, que es más intenso, aún cuando el frío es el amo en la tierra, cuando el hielo cerca la fogata. Entonces la brasa funde su propio color hasta derretirlo y absorbe el ojo del hombre que no puede separar la vista de su embrujo. Es cuando el fuego juega con la mirada del hombre y la atrapa. En el día aún puede en ocasiones librarse de su hechizo, pero en la noche cuando no hay en el mundo otros colores que los suyos, es cuando se apodera del recuerdo del hombre y lo mantiene prendido de sus luces.