Desde Viriato, los españoles nos acostumbramos a vivir a la espera de la espada vencedora. España, país de espadones, militares aventureros, bandoleros, maquis, generales como Espartero, o los célebres carlistas Zumalacárregui o Cabrera, conocido como ‘el tigre del Maestrazgo’. Hasta el propio Unamuno, sin duda una de las mentes más lúcidas y brillantes que ha dado España, se dejó seducir por los cantos de sirena de Franco, y, cuando se dio cuenta de la verdad, era ya demasiado tarde. Por desdén hacia Azaña fue a caer en las redes del ferrolano, el general invicto, el más joven en alcanzar el generalato, el que iba a instaurar el orden en España, hasta que comprendió que era el calco de Millán Astray, otro militar sin escrúpulos, dispuesto a fusilar a media España para ‘salvar’ (o más bien sojuzgar) a la otra media.
Era la malinterpretación de la tan conocida frase del gran Joaquín Costa cuando en su obra Oligarquía y caciquismo, abogaba por una política quirúrgica y un cirujano de hierro, es decir, un hombre capaz de sacar al país del marasmo al que le había conducido el régimen oligárquico-caciquil ideado por Cánovas del Castillo, y que España tuvo que sufrir durante la Restauración y hasta la Segunda República. Una auténtica paradoja que estos dos términos utilizados por un hombre que dejó escrito, entre otras muchas frases acertadísimas, aquello de Escuela y despensa, Política hidráulica y Doble llave al sepulcro del Cid para que no vuelva a cabalgar, dieran origen y apoyatura al caudillismo e incluso al fascismo español.
Pero era evidente que la cosa venía de lejos. Los militares españoles, lejos ya de las brillantes gestas de antaño, durante las tres guerras carlistas –esa triste herencia que nos dejara Fernando VII–, se acostumbraron a batirse entre ellos con los resultados que conocemos. Vino después el desastre del Maine; el colonialismo africano y la derrota de Annual. Y el ejército, hecho para la defensa de los intereses patrios, cuando se dio cuenta se había convertido en manipulador máximo, poniendo y quitando monarcas, entrando a saco en el Parlamento y erigiéndose en director de un entierro en el que nadie les había dado vela. El terrible error en que incurrió Alfonso XIII, rey esencialmente militarista, cerrando el Parlamento y dándole el poder al dictador Primo de Rivera, fue el modelo que inspiró a Mola, Queipo de Llano y, a la postre, Franco, a la hora de dar el golpe de Estado de 1936 (que ellos llamaron Alzamiento, en tanto que la Iglesia se encargó de edulcorar con el de Cruzada), que mantuvo sojuzgado al pueblo español durante cuatro décadas, cercenándonos casi por completo de Europa y del Mundo.
Han transcurrido cuarenta y cinco años de la muerte de Franco, llevamos otros tantos años viviendo en democracia, han muerto la práctica totalidad de los protagonistas de aquella infausta guerra, vivimos en un mundo en que más de la mitad de los españoles ignoran quién fue Francisco Franco, y, sin embargo, para vergüenza de los que nos sentimos demócratas e hicimos la Transición, tenemos que oír de nuevo el funesto ruido de sables, despertando añoranzas patrias, y apoyado por un grupo de nostálgicos, apelando sin ningún tipo de pudor a otro cirujano de hierro dispuesto a fusilar nada menos que a la mitad de los españoles para recobrar las esencias pasadas.
No. Basta ya de recurrir a modelos caducos y retrógrados, propios de países tercermundistas. Aquí como en ningún sitio cabe evocar el ejemplo de Gutiérrez Mellado, todo corazón, nobleza y valor castrense. Es el pueblo y sólo el pueblo el que ha de solucionar democráticamente sus propios problemas, por arduos que sean; es el pueblo, con su Parlamento al frente, quien ha de desenmascarar al nido de mixtificadores y aventureros de la política, enemigos de España, que ha desembarcado en el Templo de la palabra. El pueblo español está maduro y sabe cómo ha de actuar. Además, estamos en Europa, que jamás nos consentiría semejantes involucionismos. De todos modos, no estará de más andar ojo avizor.