Daniel Burman es el director de la cinta argentina El misterio de la felicidad. Persona simpática y afable, tiene las ideas muy claras acerca del cine que quiere ofrecer, siempre empático y reflexivo, que remueva el sentir de la vida cotidiana. Aparte de realizador, este bonaerense de 39 años es guionista y productor y uno de los máximos exponentes del nuevo celuloide del país sudamericano, que apuesta por un estilo fresco y muy directo, en el que el espectador participa activamente. O eso es al menos lo que pretende...
¿Cuáles han sido las fuentes de inspiración para escribir el guión definitivo?
En realidad, las fuentes de inspiración son ciertos dilemas, dudas o incógnitas, observaciones de la vida cotidiana. En este caso, tiene que ver con ciertas tensiones que existen entre la fidelidad y la lealtad, cómo uno todo el tiempo construye vínculos basados en emociones, en sentimientos con personas, y las encapsula en contratos, en pactos: somos amigos, somos socios, somos amantes, ¿qué sómos? Uno quiere dar una forma para contener ese sentimiento y creer que durará para siempre, y, bueno, todos sabemos que nada dura para siempre, y mucho menos los sentimientos.
¿Y cómo cree usted que se resuelve esa dicotomía?
¿Uno es más fiel al pacto, a la regla, a la ley que armó, que al sentimiento que ya mudó hacia otro lado? Esa es la cuestión. Esa tensión cuando ya nuestros sueños están en otro lado, cuando no compartimos los sueños con quienes estamos, entonces, a partir de eso, se me ocurrió esta historia de amor entre un hombre, su socio y su mujer. La sociedad, para mí, es una manifestación alta de amistad, valoro mucho la sociedad como forma de amistad. A partir de esta construcción, desarrollé El misterio de la felicidad.
¿Cómo trabaja la comicidad y la complicidad?
Para mí, es esencial la comicidad y la complicidad con el espectador de la película. Trabajo mucho con los actores, sobre todo con los detalles. Uno puede encontrar elementos de comedia que son fácilmente identificables, y uno en esos detalles puede meterse en el personaje como si fueran grietas pequeñas, donde puedes mirar para adentro.
¿Qué sensaciones le produjo estar en el Festival de San Sebastián en 2008 con El nido vacío?
Fue una experiencia increíble. La verdad, lo pasé muy bien. El público de San Sebastián es muy exigente, pero muy cálido; es una combinación muy rara en un festival. Y hablar del aspecto gastronómico, que para los argentinos es algo increíble...
Allí le dieron dos premios. ¿Qué supone recibir un galardón?
Son una alegría, pero tampoco hay que estar pendiente de ellos.
Uno quiere, y otro se deja querer (lo dice Inés Estévez en la cinta)... ¿Qué verdad hay en eso?
Sí, es una frase que me gustó mucho. El mundo está un poco dividido entre los que queremos y los que nos dejamos querer. Somos dos maneras de amar, por un lado ser receptor y por el otro cerrador, y eso no es malo.
¿Qué quiere transmitir al espectador?
Mi idea es compartir ese viaje de los personajes, de querer la vida que tienen y quieren, a animarse a soñar, creer que nos pasa a todos, y que compartan la vida que quieren junto con éstos.
Separarse por un tiempo, ¿es a veces bueno?
Sí, siempre, la distancia ayuda. La distancia es perspectiva, y en ésta uno ve las cosas, no siempre mejor, pero las ve diferentes.
Cuéntenos una anécdota simpática del rodaje.
Es difícil ahora… Bueno, cuando montamos el negocio, éste no existía y entraba mucha gente a comprar todo el tiempo. Decíamos que estábamos haciendo una película hasta que, de pronto, una señora entró, y fue Guillermo Francella a atenderla como si fuera el vendedor, y ella se quedó muy impactada porque la tienda parecía absolutamente real. Deberíamos habernos puesto a vender electrodomésticos también (risas).