La decisión de Sánchez de disolver las Cortes y convocar elecciones generales para el 23 de julio tiene varios componentes: audacia, desafío, coartada en defensa propia, revulsivo, apuesta al todo o nada y un punto de desesperación. Todos ellos son personales. Es decir, nacen en el ego del presidente. Incapaz de sobreponerse a un ataque de contrariedad. Se le hizo insoportable a la vista de las celebraciones del PP.
En esta ocasión, algo tiene de positivo ese personalismo: la asunción de su responsabilidad en la derrota socialista del domingo pasado. Eso lo ha reconocido. Qué menos. Su desproporcionado protagonismo en unas elecciones territoriales que afrontó en clave plebiscitaria se corresponde ahora con el reconocimiento de sus propios errores.
Insisto, es lo único salvable en una decisión temeraria, por no decir suicida, pues contradice el dogma político de que nadie convoca unas elecciones para perderlas. Y es notorio que el PSOE no está en su mejor momento para jugarse la presidencia del Gobierno cinco minutos después de haber sido desplumado en las urnas municipales y autonómicas.
La debacle del PSOE se mide por su severa pérdida de poder territorial. No tanto en pérdida cuantitativa de votos, aunque también. Pero con una esperanza, que es convencimiento en los planes que han llevado a Sánchez convocar elecciones huyendo hacia adelante. Me refiero a la recomposición de la unidad de la izquierda (tienen diez días para lograrlo), cuya fractura ha sido una de las causas del desplome socialista.
Entiende Sánchez que los españoles se han equivocado al convertir a Feijóo en un aspirante creíble a la Moncloa. Por eso la decisión de convocar elecciones generales tiene un componente desafiante: a ver si el 23 de julio se atreven a confirmar que realmente quieren una España negra gobernada con el apoyo de la ultraderecha. El desafío cuenta con la escenificación pendiente del encamamiento del PP con Vox para forjar ecuaciones de poder en algunas comunidades y en muchos ayuntamientos.
Además del componente retador al electorado, hay un intento de taponar el malestar interno por la parte de culpa que Sánchez ha tenido en la severa derrota socialista del domingo pasado. El breve intervalo de tiempo que dista entre la debacle de mayo y las urnas de julio se convierte así en una cortada para reprimir (yo diría, aplazar) las corrientes críticas que puertas adentro reclaman que se vaya Sánchez y vuelva el PSOE.
Se trata de crear una motivación de mayor cuantía que la de un mero ajuste de cuentas con el presidente del Gobierno y secretario general del PSOE. O, dicho de otro modo, se trata de aplazar la revuelta interna con la esperanza de recomponer la actual ecuación de poder en unas elecciones generales anticipadas.
Atentos a la pantalla.