Vivir de la mendicidad

Raquel Santamarta
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Daniel, Gabriela y Ornealia piden en la calle • Los tres son rumanos de etnia gitana y proceden de Bucarest

Hace un año y medio Daniel llegó con su familia a Malagón tras dejar atrás su ciudad natal -Bolintin-Vale- en Rumanía, situada a 35 kilómetros de la capital, Bucarest. «Allí era tapicero», asegura mostrando una manos que, sin hablar, dicen mucho. Pero en España, según confiesa, sólo ha tenido la oportunidad de ejercer su profesión «sólo un día». Ahora se dedica, como muchos compatriotas, al trabajo de pedir. Cada mañana, en torno a las nueve y media, el autobús le deja en la capital, donde se desplaza hasta una céntrica administración de lotería. A sus puertas, vaso de plástico en mano y con un cartón como soporte de un escueto mensaje, pide limosna. Así, hasta las seis y media de la tarde. A las siete sale el último bus de vuelta a casa.

«Unos días saco 10 euros, otros 30... depende del día», confiesa un joven de 36 años que debe alimentar a sus cuatro hijos. «No me parece bien lo de Madrid», asegura refiriéndose a los hinchas del PSV Eindhoven que, horas previas al partido contra el Atlético de Madrid, humillaron a un grupo de mendigas rumanas en la plaza Mayor. Como él, no piden por gusto. Al menos así lo asegura. Si está en la calle es porque «no hay otra cosa».

En la calle General Aguilera, Gabriela, tras la que se esconden unos preciosos ojos verdes que contrastan con el rosa del pañuelo que cubre su cabeza, hace ruido con los pocos céntimos que se agolpan en el fondo de su vaso. Tiene 50 años y dos hijos que viven en Bucarest. «Están con una amiga», precisa explicando que «el pequeño tan sólo tiene nueve años». «El otro tiene novia», apostilla con un forzado acento de la Europa del Este. Años atrás trabajó en el campo pero, con la crisis como telón de fondo, sus posibilidades se redujeron a la mínima expresión. Ahora, enferma del corazón y viuda desde hace cinco años, sobrevive. Las horas que no está mendigando las pasa en una habitación que tiene alquilada en un piso de Ciudad Real. Es lo que hay.

Cerca de ella, a las puertas de un supermercado de la calle Paloma, Ornelia, también procedente de la zona de influencia de la capital de Rumanía, saca «más comida que dinero». A sus pies, en una caja de cartón, recoge todo lo que puede. No en vano, tiene cinco hijos (tres varones y dos mujeres) y la friolera de 15 nietos. Su jornada, al igual que la de sus compañeros, finaliza antes de las siete de la tarde. «Debo coger un autobús a Malagón»,  pone de relieve una mujer que lleva más de ocho años fuera de su país porque, en contra de lo que se piensa, su espíritu no es nómada.

«No veo la televisión». «El día de Navidad cumplí 55», señala tras confesar que desconoce lo sucedido en Madrid recientemente. «No veo la televisión», argumenta. En cualquier caso, como sus compatriotas, lamenta el comportamiento  de los seguidores del equipo de fútbol holandés. «Yo no puedo trabajar porque tengo mal la columna», aclara. Eso sí, en sus propias palabras, en Ciudad Real a ella nunca le han dicho «una mala palabra».

La Federación de Asociaciones de Emigrantes Rumanos de España (Fedrom) calcula que en España viven de la mendicidad 50.000 paisanos de etnia gitana. Una cifra que, en palabras de Daniel Comanita, presidente de la Asociación Hispano-Rumana de Ciudad Real, «es una barbaridad». «No podemos decir algo que no sabemos», asevera sin querer entrar en más aspectos. Desde la Asociación Comisión Católica Española de Migraciones (Accem), presente en diez comunidades autónomas, así como en Ceuta y Melilla, su coordinadora nacional del proyecto de intervención sociocomunitaria con familias inmigrantes (Apoi), Carmen Creanga, expone a La Tribuna un trabajo con minorías étnicas de Europa del Este que se remonta al año 1999. Entonces, según indica haciendo un poco de memoria, «en el distrito madrileño de Fuencarral se detectó un asentamiento de familias con muchos menores a su cargo». Con el objetivo de escolarizarlos, nació la iniciativa Acum (ahora en rumano) de la mano del Ministerio de Educación y Cultura. «La idea era que los niños estuvieran atendidos, mientras ellos salían a buscarse la vida», manifiesta.

Más tarde, al detectar más necesidad, Accem apostó por una actuación integral (Apoi) junto a Cruz Roja, que en 2006 se descolgó del programa. A partir de ese año, con la sombra de la recesión planeando sobre sus cabezas, se abrió a otras familias en situación de vulnerabilidad social y con escasos recursos económicos. De este modo, según explica Creanga, «actualmente se atiende a todos los extranjeros que lo necesiten con independencia de su nacionalidad (552 de un total de 163 núcleos sólo el año pasado)». Pero, volviendo a los rumanos de etnia gitana (106 de hasta 31 familias en 2015), señala que desde Accem tratan de evitar su residencia en asentamientos ilegales que no cuentan con ningún tipo de servicio básico, como agua, luz o alcantarillado. «No reúnen las condiciones de salubridad e higiene mínimas», afirma la responsable del proyecto Apoi.

«La falta de un contrato de trabajo hace inviable su acceso a una vivienda», relata. Es por ello que, en un primer punto de partida, la Asociación Comisión Católica Española de Migraciones les proporciona una plaza en un centro de acogida durante un máximo de diez meses hasta que aprendan el idioma, «básico para acceder a los recursos y poder encontrar un empleo. Después, según apunta, pasan a una vivienda comunitaria o bien a un piso tutelado mientras se forman puesto que «su cualificación profesional es escasa».

«Muchos nunca han ido a un colegio», subraya Creanga en un intento por dar a conocer el alcance de su situación. Afortunadamente, sus hijos, gran parte nacidos ya aquí, forman parte de una segunda generación con más oportunidades. «Son ellos los que van a poder salir adelante después de que sus padres hayan llegado a España en busca de una mejor vida», concluye.