¿De verdad queremos derribar la monarquía?

Carlos Dávila
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Demos una oportunidad más al protagonista de esta Corona, un tipo ejemplar, que es más útil y más eficaz que cualquier electo presidente de la República

¿De verdad queremos derribar la monarquía? - Foto: Pool

Empiezo con una confesión personal: no estoy inquieto, como reconoce muy artificialmente de sí mismo el presidente Sánchez; estoy decepcionado, atribulado, patrióticamente entristecido. E irritado. Mi apuesta por la Monarquía Constitucional (perdón porque por una sola vez el cronista escriba en primera persona) viene de muy lejos, del tardofranquismo en el que muy pocos nos inclinábamos públicamente por esta forma de Estado. Lo hacíamos imberbes jovencitos que acompañábamos la reivindicación de nuestros mayores, casi todos preñados de una vocación liberal insobornable, en la previsión de que un Régimen apadrinado por una Corona democrática no solo era aconsejable, sino imprescindible para salir sin excesiva lesión de 40 años de autocracia personal. En una ocasión con otros congéneres del estilo (algunos periodistas de nuevo cuño) viajamos hasta Estoril donde permanecía exiliado Don Juan de Borbón, Conde de Barcelona, al que algunos denominábamos muy irrealmente, Juan III. Nos recibió en su chalecito, desde luego mucho más humilde del que ahora habita el leninista Pablo Iglesias, y tras un repaso suyo a la actualidad española e incluso mundial, nos obsequió con una frase que retengo copiada literalmente: «La Monarquía o es ejemplar o es una desgracia para el pueblo». Textual.

Hoy la recuerdo más que nunca. Durante decenios hemos presumido en España de un Rey precisamente ejemplar; lo era en sus comportamientos constitucionales, los mismos que le llevaron a abortar en febrero del 1981 un golpe de Estado con el que estaban comprometidos de antemano el 70 por ciento de sus capitanes generales. La aprobación en el 78 de nuestra Norma Suprema, y la resolución del varapalo institucional de Armada, Miláns y el espadón Tejero, consagraron a Don Juan Carlos I como un Rey útil para España, la mejor solución política para nuestro país. Y a partir de ahí, ¿qué sucedió verdaderamente? Pues que nuestro Monarca gozó de una inviolabilidad popular (la constitucional estaba recogida en el Artículo 56, párrafo 3) que le garantizaba una vida prácticamente inmarcesible en la que ni se incluían críticas, ni, mucho menos, investigaciones sobre sus actos, fueran estos particulares o de Gobierno Real. Y Don Juan Carlos se confió porque apenas tuvo un par de sustos cuando se descubrieron sus lances amorosos, también los eróticos, y porque presumiblemente, nunca se aprovechaba de su condición para hacer fortuna fuera del Palacio de La Zarzuela, prestado como vivienda por el Patrimonio Nacional.

Y el país miraba permanentemente a otro lado. Se sabía, porque se sabía, que sus amigos no eran lo más correcto de nuestra sociedad, y que algunos personajes cesantes de las Monarquías europeas, su cuñado Constantino o Simeón de Bulgaria, correteaban siempre por los jardines de La Zarzuela con vistas a sacar réditos compartidos a su cercanía con el Rey de España. Una vez, el Rey griego quiso endosarle a su cuñado una serie de coches blindados a gran precio, pero los automóviles no pasaran la prueba del fuego. Constantino se quedó sin comisión. O sea, que conocíamos este tipo de escarceos comerciales, y otros sentimentales que durante un par de quinquenios costaron un buen dinero a las arcas de los fondos reservados. Pero eso era todo. El Rey no solo había sido el motor del cambio político en España, sino el mejor embajador de nuestro país en el extranjero. Los españoles perdonábamos sus pecadillos y le reconocíamos quizá como el mejor Monarca desde los tiempos de Carlos III. El Rey era, nunca mejor dicho, cosa nuestra y los menesteres pequeños sufrían de alguna consideración informativa. Es decir: que también nosotros, los periodistas, atribuíamos al Monarca una intangibilidad que nunca nos atrevíamos a desdeñar. Esta es la verdad de la Historia.

En descargo de todos, adelantemos esto: nunca, nunca, ni en nuestros peores presupuestos, pensamos que la tal cosa iba a llegar tan lejos. Y ha llegado hasta proporciones que no somos capaces de aventurar. El Rey la ha pifiado y ahora mismo ha puesto en peligro la propia continuidad de la Corona. Es un drama histórico que devolverá a nuestro querido Juan Carlos a la nómina de sus antepasados menos deseables. Los tiempos que corren son además muy contrarios a la existencia de las Coronas incluso democráticas. Aquí, en España, se ha instalado una furia por el destronamiento que ya es imposible de acallar. Hace unas fechas, un grupo de colegas, preguntábamos a un hombre cercano a la Casa del Rey lo siguiente: «Y, ¿qué se puede hacer para combatir esta campaña?» Casi el silencio por respuesta, aunque, bien visto, la apreciación del personaje, nos daba una pista: «Ceñirnos a la Constitución y demostrar nuestra utilidad». Eso era todo. Ahora mismo, la pulsión antimonárquica arrasa hasta en grupos en los que antes era patente su apoyo a la Institución. Nada que hablar de la ultraizquierda comunista que intenta tapar todos sus escándalos, todos sus fracasos, exigiendo el derrocamiento del actual Rey, un Monarca que estaría más seguro al frente de la Institución si contara, como se viene pidiendo desde el comienzo de la Transición, con una Ley que regulara el funcionamiento de la Corona; para lo bueno, para lo que puede y debe hacer, y para lo malo, para lo que no debe hacer. 

El mejor jefe de estado

Y en esas estamos: lo último que corre por Madrid es que Sánchez y sus corifeos pretenden sacar literalmente a Don Juan Carlos de La Zarzuela y enviarle, como si ya fuera un proscrito, a Dios sabe dónde. Pero la operación perfectamente diseñada, no se conforma con eso; pretenden despojar al llamado Emérito de su rango de Rey y convertirle poco menos que en rehén de todos los juzgados posibles. Ese es el paso -ya digo que perfectamente ensayado- para hacer con el hijo lo que ya se ha hecho con el padre: retirarle la Corona. A continuación, amañar una consulta y establece la III República. Llegado a este punto, me formulo y formulo estas tres preguntas: ¿Estamos de acuerdo mayoritariamente los españoles con que se cumpla este proceso? ¿queremos un cambio de modelo de Estado como el referido? ¿nos acucia la necesidad clamorosa de derribar la Monarquía? Y les digo: por el camino que estamos recorriendo llegamos precisamente a la respuesta positiva a los tres interrogantes. ¿Podemos enderezar esta situación? Sí: demos una oportunidad más al protagonista de esta Corona; un tipo ejemplar, como pedía su abuelo, que ha destruido vínculos familiares, que es un perfecto conocedor y seguidor del marco constitucional, que no tiene deberes ajenos a su profesión, que es, con toda certeza más útil, más eficaz que cualquier electo presidente de la República. Les convoco: ¿tienes ustedes un nombre para jefe de Estado mejor que Don Felipe de Borbón y Grecia? Entonces, acudamos a lo fundamental; sostengamos la Monarquía, no la acuciemos y, en todo caso, que cada quien, del Rey abajo todos, pague sus personales destrozos.