Juan Villegas

Edeumonía

Juan Villegas


Más allá de la sociedad del miedo

09/04/2021

El desplome de la natalidad en nuestro país es un hecho que ahora la pandemia se ha encargado de agudizar hasta extremos alarmantes. Hace algunos días se han publicado los datos de los registros civiles referidos a los nacimientos de los niños que fueron concebidos durante los meses de confinamiento del año pasado. Aunque los datos ofrecidos no son todavía definitivos, puede pensarse que no van a variar mucho. Los datos nos muestran que en diciembre de 2020 y enero de 2021 se inscribieron 13.141 recién nacidos menos que el año anterior, lo que representa un 23% menos de nacimientos. Se ha producido una enorme caída en la natalidad sobre unos datos que ya de por sí eran preocupantemente bajos. Desde hace tiempo los analistas vienen ofreciendo posibles razones que puedan ayudarnos a explicar y comprender el porqué de esta caída de la natalidad en España y en los países de nuestro entorno. Algunas razones que se vienen dando son que cada vez hay menos mujeres en edad fértil y que las parejas van retrasando la decisión de tener hijos en busca de una cierta estabilidad y seguridad laboral y económica. Por otro lado, hay que añadir a estas razones el hecho de que las medidas de apoyo tanto para la emancipación de los jóvenes como para la conciliación de la vida familiar y laboral son insuficientes, en concreto y sobre todo, en nuestro país, donde son casi inexistentes. En definitiva, parece que la crisis de 2008 y la actual pandemia han contribuido decisivamente a convertir en estructural la inexistente natalidad, de tal forma que el desierto demográfico es el paisaje desolador al que nos vemos abocados. 
No quisiera poner en duda o minimizar las razones ofrecidas por los expertos sino de ir más allá en la búsqueda de causas y soluciones intentando extender la mirada hacia una realidad que en la mayoría de las ocasiones permanece oculta a los datos estadísticos o meramente cuantitativos. Hay otras razones. El hecho de que durante la pandemia se haya desplomado la natalidad saca a luz una realidad oculta, la realidad del miedo que late en las sociedades que nos ha tocado vivir. El miedo no es algo cuantificable, no se ve, es difícil de registrar, pero puede ayudarnos a explicar por qué las parejas jóvenes no quieren tener hijos: nos aterroriza el futuro. No hay confianza en el futuro, lo imaginamos poco vivible y creemos que hay pocas posibilidades de que eso vaya a cambiar. Nada de las cosas buenas que vemos a nuestro alrededor, y aquí podríamos citar una larga lista, hacen crecer en nosotros la confianza y la esperanza respecto a ese futuro (¡ni tan siquiera la ciencia, que en otros tiempos despertara tanta ilusión y confianza!). Nos hemos empapado de pesimismo, durante mucho tiempo una cultura de la muerte demasiado extendida ha calado hasta lo más hondo de nuestro ser y se ha encargo de secar las fuentes del sentido. Para hacer más llevadera esta situación se nos ha ofrecido a cambio la solución química (los ansiolíticos y antidepresivos son los medicamentos más vendidos y las consultas de psicólogos y psiquiatras se han llenado) y una cierta felicidad ramplona del viaje y la vida disfrutona. Escribe el poeta granadino Jesús Montiel en su último libro titulado Lo que no se ve y que acaba de ser publicado: «Para tener hijos no era necesario un trabajo estable y tiempo suficiente, sino esperanza. La esperanza es la madre de lo nuevo». El impulso creador se nutre de esperanza y de la confianza en que lo bueno, al final, puede a lo malo.
El cristianismo celebra estos días su tiempo privilegiado, el tiempo de la Pascua y Resurrección. Se viene hablando desde hace mucho del proceso de secularización de nuestra sociedad, de la descristianización de nuestra cultura. Una prueba de que eso es así la encontramos en su incapacidad para contagiar alegría y esperanza. La Pascua que se está celebrando ahora debería hacer de los cristianos personas profundamente alegres y esperanzadas. Personas que, por un lado, son conscientes del dolor y el sufrimiento humano, de que las dificultades, que en algunos casos son casi insoportables, existen, personas realistas alejadas de una cierta felicidad bobalicona e ilusa. Pero también, y al mismo tiempo, personas capaces de contagiar profunda alegría. Tristemente el cristianismo ha trasmitido en muchas ocasiones una imagen demasiado moralizante y tristona de la fe, vivida de espaldas a la Pascua. La sal no se ha vuelto sosa, ni la luz se ha apagado definitivamente y hoy más que nunca se hacen necesarias para rescatar nuestras vidas del miedo y la desesperanza.