Abrigos en el infierno

Nieves Sánchez
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Hay pieles que arden en las llamas de la droga, que caen y resurgen una y otra vez de la mentira, el deterioro y la soledad. Ismael, Vicente, Santiago y Jesús hablan a pecho descubierto de su adicción a la cocaína, de su lucha por rehacer sus vidas

En el ardor de varias noches en vela las pupilas están dilatadas, la cama deshecha y los cerrojos echados en las puertas. Alguien desde fuera desespera, intenta entrar. Dentro hay una lengua dormida, tensión en las venas, temblores de verdades y paranoia en la sien. Sobre la mesa, una raya de polvo blanco como la nieve, una tarjeta de descrédito y un corazón a cien. La música golpea un cerebro agotado, henchido de farlopa, no hay descanso, la madrugada suena a réquiem. En el espejo proyecta una imagen distorsionada, observa su decrepitud, su delgadez. Mide su muñeca izquierda con los dedos de la derecha y lagrimea, aspira por una nariz perforada por la adicción y la persecución, porque percibe lo que no es. «Tú crees que lo controlas, pero no. La cocaína te controla a ti y te das cuenta cuando te metes a diario, cuando tu tabique nasal no para de sangrar, cuando ya lo has perdido todo y aún así no puedes parar». La voluntad es el primer abrigo que la droga arranca de la piel.

Existen años con sus días y noches que son para muchas almas un rosario de pérdidas. Historias de amor interrumpidas y sueños partidos en dos. Familias rotas, deudas que engordan y un proyecto a futuro que algún día en este viaje al abismo se desvaneció. La vida de los adictos a los narcóticos, al veneno del vicio, es un dar y volver a dar con sus pieles en el infierno. Sólo quien cae en sus redes sabe cómo arde el fuego de la droga.

Abrigos en el infiernoAbrigos en el infierno - Foto: Pablo LorenteIsmael, Vicente, Jesús y Santiago se han quemado muchas veces, han entrado y han salido, han recaído y han resurgido, en plena lucha como están por superar su enganche a la cocaína. La adicción, como la muerte, nos iguala. «No hay estereotipos, hay personas que caen y otras no. Se te cruza en el camino y ya está». Sus familias son sus motivos y la última oportunidad y Proyecto Hombre del centro de Daimiel la tabla a la que se han subido para recorrer a pecho descubierto esta maldita travesía. En sus cuerpos y en sus mentes hay cicatrices que sólo curará el tiempo y su sed por resurgir, hablan sin tapujos, sin condescendencia ni vergüenza, para gritar por todos los poros de su piel que existe escapatoria.

«La cocaína es muerte, destrucción. Recuerdo vagamente discusiones, te pones eufórico, hecho una fiera. Me evadía de todo, sólo existía yo». A lo largo de diez años de consumo cada vez más habitual, todos sus días eran prácticamente igual. Pillar, consumir, morir. Ismael Torres tiene ahora 30 años y no hace mucho que rompió el silencio de todo lo que guardó en su corazón un niño que caminó por una infancia sin padres, de agresividad para frenar los abusos y los tortazos de sus compañeros de aula, que creció en Madrid con su abuela, que hizo lo que pudo por él en un ambiente hostil. «Mi vida ha sido complicada, mi padre me abandonó y mi madre, aunque estaba físicamente, no estaba. Sufrí bullying y de ser sumiso pasé a ser agresivo, me he buscado la vida como he podido».

Con 18 entró en el ejército y con sólo 19 lo enviaron de misión a El Líbano donde enterró para siempre a un buen amigo y su confianza en la humanidad. Todo esto, con momentos de felicidad muy intercalada, le llevó a pillar medio pollo y a aspirar su primera raya.

Abrigos en el infiernoAbrigos en el infierno - Foto: Pablo LorenteHabla tranquilo, con frases cortas y directas, y con la mirada serena de unos ojos que no parpadean. Al principio no lo sabía, pero poco a poco se dio cuenta de que en su vida le ha influido todo. «No interiorizaba nada, no estrechaba lazos con nadie, me lo guardaba todo y la cocaína me aportaba tranquilidad».

Lleva limpio un año y dos meses, un buen trecho ya de este largo periplo, pero él sabe que es drogodependiente para siempre. Su mujer y su niño de cuatro años son su abrigo, los que protegen su capacidad de elegir lo que quiere y lo que no. «Hoy en día es muy fácil caer, tienes que ir muy al loro». Ismael lo sabe bien, ha mentido lo indecible por seguir pillando, ha manipulado lo innombrable por su enganche al perico, «a esa mierda que no se sabe lo que tiene», que mata lentamente.

Dejó Madrid y se trasladó a Alcázar donde vive ahora, huyendo de ese infierno, de la gente que no merece la pena, de la que es necesario huir para seguir, y después de besar el suelo una y otra vez, decidió bajo su propia voluntad dejarse ayudar. «Tocas fondo cuando notas que tienes un pie dentro y otro fuera de casa, que ya no hay marcha atrás. Yo ya iba rondando los tres gramos diarios, lo hice pasar mal a la gente que me quiere y me estaba destruyendo a mí mismo».

Dejó el ejército, ahora recoge aceituna, poda, y lo que le va saliendo en una etapa de inserción laboral y de vuelta a la realidad, que más de una vez lo reconcilia con lo hermosa que es la vida, con su familia, que es lo más grande que tiene, mientras sueña con un futuro mejor que el pasado que no eligió. «Se puede salir de esto, pero tienes que querer sí o sí. Con fuerza de voluntad lo haces y merece la pena la recompensa. Vuelves a confiar, a vivir». Ahora sí, Ismael tiene ya prácticamente los dos pies fuera de la nieve que abrasa.

Abrigos para un motivo. Hay una capa que al fuego le cuesta arrancar de la piel. El desasosiego por ver a una madre llorar, a un hermano y a un padre sufrir, a una mujer decir hasta aquí. Una noche Jesús miró al diablo a los ojos y se vio demasiado cerca de él. Su abrazo le pilló drogado. «No lo voy a olvidar, era un viernes y me puse hasta las trancas solo en mi casa de Piedrabuena, me he llegado a meter mucho, hasta cinco gramos. Había quedado con mi novia y no me acordé, así que cuando llamó no le abrí la puerta por miedo a que me viera ido completamente y llamó a mi hermano mellizo, que ya ha pasado por esto. Rompió una ventana de desesperación y yo me escondí en un armario». Su mente no cavilaba, su cuerpo no respondía, la coca se había hecho con él. «Después de sobrevivir a aquello me dije a mí mismo, mira Jesús no puedes seguir con esta película o te vas a quedar solo, que es como acaba todo el mundo, o peor aún».

Jesús Sánchez tiene 34 años y detrás un consumo de coca habitual desde los 23, cuando su adicción le costó la relación con su primer amor y dinero, mucho dinero. «Al final consumía solo en casa y llegaba a tal extremo que me rallaba, creía que iban a venir mis padres, de hecho se me ha quedado ese miedo a que alguien me persigue».

Motivos para caer hay tantos como descensos diarios al infierno de hombres y mujeres que creen encontrar en la droga la respuesta a los porqués. «No sé explicar lo que es, supone evadirte de la realidad, yo tenía muchas broncas con mi padre en el trabajo y lo solucionaba así, desconectaba. Cuando eres joven es por la fiesta, la euforia que te produce, así empecé, coqueteando con ella, pero después llegas al punto de consumir tú en soledad y eso es por evadirte del mundo. Pero es todo lo contrario».

Ha perdido demasiado, se ha dejado en el viaje años muy bonitos, pero está convencido de que la vida se los devolverá. «Yo he estado cuatro días seguidos sin dormir y eso el cuerpo lo nota». Lleva limpio un año, limpio y feliz porque para Jesús acudir a terapia para vomitar sus sentimientos, temores y miserias ante profesionales y gente que está pasando lo que él, es lo mejor que ha podido hacer. «Esto me ha cambiado la vida, pero no sólo a mí, también a mi familia. La relación con mis padres ha mejorado, porque la droga es destrucción, perder lo que quieres, no vivir la vida, mentirles a todos, a ti mismo. Yo lo tengo todo y casi me quedo sin nada».

Jesús es ahora adicto a la sonrisa de su sobrino, a las noches sin cerrojos con su chica, al gimnasio, a los días y noches sin alcohol para evitar cualquier tentación. Y es que el infierno fabrica miserias al ritmo que nieva en las barras de los bares, en los váteres o en los salpicaderos de los coches. Vicente se dio cuenta de que había tocado fondo cuando se tiraba 24 horas consumiendo, cuando todo en su vida era un gran engaño. «Cuando no pasas tiempo con tus niños y tu mujer, hay discusiones continuas, te apartas, te vuelves antisocial y te ves el cuerpo demacrado como yo me lo he visto, llega un momento que dices: o paras o te mueres. Llegué a pensar que no vería a mi hijo hacer la Comunión».

Vicente Gómez no se sentía con fuerzas para dejarlo, fue ver hace apenas tres meses que perdía a su mujer y sus dos niños pequeños cuando le vio las orejas y la cabeza entera al lobo. Tiene 29 años y lleva sólo dos meses limpio, después de un consumo habitual de cocaína desde los 15, cuando empezó a consumirla los fines de semana como una diversión. Está recién iniciado en el proceso de desenganche, en el comienzo de una lucha de titanes contra un enemigo muy poderoso al que asegura que vencerá. «¡Vicente Gómez no va a volver a recaer nunca más!».

En el último año ya rondaba los dos gramos diarios. «Al principio tu cuerpo siente algo pero se va debilitando hasta el punto de que te quedas sin fuerza, sin ganas, te va machacando todos lo sentidos». Lo más jodido es que por dentro Vicente sabía lo que estaba haciendo, lo que su familia estaba padeciendo. «Gracias a dios» ha podido abrir los ojos al ver que sus razones de vivir desaparecían, que no daba la talla en la empresa familiar y que poco a poco moría. «Más de una vez creí que no me quedaba mucho de vida, no por experimentar dolores sino porque el cuerpo te lo pide».

Vicente habla rápido, con ansia de apagar las llamas que lo queman por dentro. Tiene prisa, ganas, hambre de una vida sana, normalizada, de sus hijos y su mujer, a la que ha recuperado y en él ha puesto toda su fe. La adicción no es cuestión de cobardía o debilidad, este bolañego la siente como un monstruo que destroza todo a su paso, que habita en el infierno donde él ha pernoctado demasiados años con el tabique a diario sangrando, fallándole un remo, con medio rostro paralizado.

Como Santiago, que cayó en la droga después de mil noches en vela, después de haber dicho otras tantas que no. «Llevaba un local y con 26 años una noche dije que sí y en lo que siempre había criticado, caí». Empezó esnifándola y tres años después fumando cocaína pura en base. «Lo peor que he hecho consumiendo ha sido hacerle daño a mis padres y a mi hermano. Yo no he robado nunca para meterme, era mi dinero, pero sí he trapicheado. Llega un momento que sólo disfrutas cuando vas a pillar».

Mira al pasado con la frente arrugada por haber visto lo peor, a su madre llorar, con un colmillo menos en su encía, como señal de los años perdidos que no se van a recuperar y lo que trata ahora, después de casi dos meses limpio y otras tantas intentonas, es dar carpetazo a aquella vida y tirar para adelante consciente como es de que esto es para toda la vida. «Tienes que intentar relacionarte con personas sanas, esto es como el tabaco que si no has fumado nunca puedes echarte un cigarro, pero si has sido fumador y lo has dejado nunca más podrás catarlo. Yo he ido a pillar a sitios en Ciudad Real y no me veía como esa gente, pero es que mi final era acabar como ellos».

Santiago, como Ismael, Vicente y Jesús saben que la droga mata, que están librando una larga batalla, cruel, sin reproches, sin culpables, asumiendo responsabilidades y reconstruyendo voluntades.

Farla, coca, fariña, farlopa, estopa, engaño, miseria, pérdida, dolor, decadencia. Existe un infierno al que nadie que ha entrado quiere volver, con muerte, persecuciones, cerrojos en las puertas, frío y silencio en la piel. 

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