Ramón Horcajada

Edeumonía

Ramón Horcajada


Individualidad y universalidad

21/01/2022

Toda la filosofía moderna se construyó con la intención de armonizar dos principios que eran incuestionables: la individualidad y la universalidad. Cada yo sería el principio que explicaría todo (el conocimiento, la política y la moral). Sólo desde el yo se podría acceder a lo universal y definitivo. Por ejemplo, para Kant cada uno de nosotros encuentra en sí mismo, de manera racional, la ley moral con la que debe comportarse. Como esa ley la hemos descubierto de forma racional en cada uno de nosotros, esa ley la podemos universalizar, es válida para todo el mundo, porque los demás usan la misma razón que nosotros. Y así, más o menos, reza su ley moral: actúa de tal modo que lo que hagas se pueda convertir en ley universal. El imperativo ético que me doy a mí mismo puede ser universal porque ese imperativo, al ser racional, puede ser también para cualquier otro individuo. Eso sí, que yo cumpla ese imperativo ya depende de mi voluntad, la cual ya está contaminada por la sensibilidad y las pasiones.

             Bien, pues igual que en la moral, los filósofos modernos intentaron justificar su filosofía política uniendo lo individual y lo universal. ¿Por qué un individuo debe someterse al poder? Porque, si razona, su voluntad tiene que querer la sumisión al poder, pues esa sumisión es la única manera de garantizar la propia libertad y los derechos individuales. Es decir, sólo si existe la ley podemos garantizar la libertad. La sociedad estaría basada entonces en un supuesto pacto que hemos hecho para vivir seguros y, por tanto, libres. Pero ese pacto es racional, como la ley moral de Kant.

             Hume rechazó todo esto, porque para él la historia de la política es la historia de la dominación y la violencia. Y es verdad, pero los filósofos del contrato social no hablaron nunca de lo que ocurrió realmente, sino de qué debería haber ocurrido si el individuo se hubiese guiado por la razón y no por la pasión.

             El fracaso de todo esto era algo lógico. Pensar en cómo deberían haber sido las cosas para que todo funcionase con criterios universales jamás conduciría al progreso soñado. Después de Nietzsche, la posmodernidad se disolvió en el vacío renunciando a los grandes relatos. De ahí que, frente al nihilismo y el relativismo, las propuestas más serias que podamos encontrarnos actualmente, y que a mi pequeño entender son las que se han impuesto, no pasan de ser propuestas parciales como las de Rawls o Habermas. El primero no deja de intentar una propuesta de justicia distributiva en las sociedades avanzadas, no para todas las sociedades actuales o posibles; el segundo, se centra en cómo debiera ser el diálogo para llegar al consenso social a través de la comunicación perfecta, pero que ya nada tiene que ver con el descubrimiento de la verdad sino con su construcción con el esfuerzo de todos renunciando al consuelo de encontrarla definitivamente.

             Y aquí está el orgullo de muchos de los pensadores contemporáneos. Que ahora las cosas son llamadas por su nombre, ahora no intentamos ir más allá de nuestras posibilidades humanas. Reconocemos nuestras limitaciones y no buscamos paraísos ni utopías. Confiar en exceso en un más allá de este mundo ya sabemos dónde nos conduciría, y ejemplos tendríamos bastantes en el siglo XX y XXI.

             Para estos pensadores, nada tendría que ver esto con el relativismo. Se puede seguir hablando de ética y de política, pero desde una "ética de mínimos", de "equilibrios inestables" (V. Camps), que no tienen nada que ver con la armonía definitiva ni con el relativismo absoluto, pero que no deja de ser una lección de modestia humana. El objetivo sería un equilibrio, aunque sea precario, que impida la aparición de situaciones intolerables. Más allá no podemos ir. La base son los derechos humanos y su fundamento es la Declaración Universal de los Derechos Humanos, sobre la que habrá que trabajar y seguir creciendo, con modestia y humildad.

             Insisto en que creo que esta es realmente la opción que se ha ido imponiendo en estas décadas. Algunos intentan rehabilitar a Aristóteles como otra posible opción y el debate está abierto, pero los planteamientos son de máxima exigencia para todo aquel que, huyendo del relativismo y de los mínimos, proponga hoy en día la posibilidad de la existencia de una verdad que fundamente toda moral y toda política. Frente a la humildad propuesta, la verdad huele a soberbia y dogmatismo, y ahí está el reto para quienes sigan hablando de la verdad.