Fernando Lussón

COLABORACIÓN

Fernando Lussón

Periodista


Cremallera constitucional

07/12/2021

Junto al reconocimiento de que la Constitución española ha permitido a nuestro país el periodo más largo de progreso, tranquilidad y reconocimiento de derechos y libertades se impone paulatinamente la necesidad de proceder a la reforma de algunos de sus aspectos para acomodarla a los cambios surgidos a lo largo del tiempo de su vigencia, tanto políticos como sociales, porque la sociedad actual y las condiciones en las que fue redactada la Carta Magna de 1978 tienen poco que ver.  

El fraccionamiento político, el auge de los independentismos irredentos frente a los nacionalismos pactistas, la pretensión de revisar el modelo de Estado, el presunto agotamiento del Estado de las autonomías, la aspiración de incorporar derechos que no son tales -como el de autodeterminación en una sociedad democrática-, condicionarían el debate y pondría de manifiesto el déficit de lealtad constitucional y la dificultad de alcanzar un nuevo pacto constitucional, de tal forma que parece lógico que no se quiera abrir un nuevo periodo constituyente. En especial si no hay garantías de que lo nuevo obtenga, al menos, el mismo respaldo que lo viejo.   

La Constitución, sin embargo, puede morir de éxito si no se acometen reformas que atiendan las nuevas demandas y deseos de participación de la ciudadanía, teniendo en cuenta que lo mejor siempre es enemigo de lo bueno, y que para este aggiornamento en cuestiones relevantes no es preciso tocar sus pilares fundamentales, ante el temor de que con el debate pudieran tambalearse.  

La reforma constitucional no tiene porqué obedecer a un momento único, máxime si en algunos de sus artículos reformados se hace necesario un procedimiento agravado con disolución de las Cortes y referéndum de aprobación de los cambios, sino que a la Constitución habría que ponerle una cremallera –solo se ha abierto en dos ocasiones en cumplimiento de mandatos y órdenes europeas- que permitiera adecuar artículos que se han quedado obsoletos e incorporar aquellos que respondan a las necesidades para afrontar el futuro.  

Alcanzar el acuerdo sobre esos cambios no tendría por qué ser un obstáculo insalvable dado que existen suficientes normas, sentencias y resoluciones que ya son mandatos que se cumplen. Ahí están todas las normas europeas que tienen carácter prevalente sobre las leyes españolas, e incluso la propia pertenencia de España a la UE: ahí está la jurisprudencia acrisolada del Tribunal Constitucional que ha dado interpretación precisa a muchos artículos constitucionales; y ahí está otra parte de la legislación que forma parte del bloque de constitucionalidad, los estatutos de autonomía renovados, en los que se recogen derechos de segunda generación que no estaban en el horizonte en 1978, y que rompen la igualdad de los españoles, sin que quienes hablan de los españoles libres e iguales se hayan preocupado por acabar con esa discriminación. 

Afróntese la renovación de la Constitución en aquellos asuntos en los que hay un consenso básico, introdúzcase el nombre de las comunidades autónomas, conviértase el Senado en una cámara territorial, sustitúyase el término disminuidos por personas con discapacidad, suprímase la referencia al servicio militar, acábese con los aforamientos excesivos... Son reformas menores en relación con el debate mayor sobre el modelo de Estado y el territorial. Pero por algún sitio hay que empezar.