José Luis Loarce

Con Permiso

José Luis Loarce


Volcánicos

28/09/2021

La naturaleza crea y mata. Adoramos a quien nos da vida y suspiramos de diversas maneras porque no nos lleve al averno. La naturaleza, ese enemigo bello y necesario, despide el verano con el espectáculo del volcán de Cumbre Vieja, en la canaria isla de La Palma: la primera erupción convertida en show mediático permanente y en perfecto laboratorio para vulcanólogos y geólogos, para fotógrafos, documentalistas y drones insólitos. Y para no olvidar la fragilidad y la impotencia que nos adorna como seres humanos.
Será por todo eso por lo que se siente el hombre tan atraído y fascinado por este fuego hondo. Por los secretos que encierra ese viaje imposible al centro de la Tierra, por las edades geológicas tan irreconciliables con nuestra medida del tiempo y que desbordan todas las malas, malísimas prácticas humanas muchas veces contra el medio natural con/contra el que vivimos. Porque La Palma, de una rozagante, palpitante, volcánica juventud de dos millones de años, tiene hasta derecho a explotar y exhalar ese dióxido de azufre que nos huele a infierno.
Volcánica naturaleza que reclama su tiempo y su bramido de fuego, que arrasa con sus coladas de lava casas y campos que colonizan su territorio, porque la vida del hombre es ocupar el mundo y pagar a veces por ello: sea urbanizar arroyos y descensos montañosos, roturar bosques o habitar —ya sin peligro— sobre cráteres fosilizados en su sueño (casi) eterno, como nuestro Campo de Calatrava, verdadero museo dormido —adormecimiento del que nos contagiamos muchas veces aquí— de vulcanismo y de fenómenos hidrotermales del infrasuelo que a veces afloran, como aquel chorro líquido de Granátula que hace veinte años se convirtió durante semanas en un géiser de secano y asombro. 
Volcanes indomables y amores volcánicos, irrefrenables, hipnóticos, irracionales en su razón de ser, estrombolianos, como el amor a contracorriente entre Roberto Rossellini y la actriz Ingrid Bergman a partir de la película de ese nombre, que erupciona en el mismo rodaje. Volcánicos seres que somos, rugientes o más silentes en otras ocasiones, pero absorbidos y absortos por una fuerza que brota incandescente y brutal, a la que solo podemos estudiar o medir, comparar o admirar, de la que huir pero acercándonos sigilosamente, y que nos hace pequeños, muy pequeños.
Una liliputiense condición con la que, salvando distancias, caminamos por Timanfaya o por el musealizado Cerro Gordo, por el Teide o por Ciruela, por la Caldera de Taburiente o por la Posadilla, mientras la mirada —hasta ahora solo televisiva— se nos llena de ceniza, de incertidumbre, y de una trágica y ardiente belleza.