A la ministra de Educación, Isabel Celaá, no le queda otra que mirar al futuro con optimismo. Con las urnas sobre los pupitres de los colegios en el horizonte del 28 abril, solo podrá poner la guinda a su proyecto educativo si el PSOE gana en los comicios y ella repite en el cargo, por lo que, de momento, la conocida como Ley Celaá se queda varada en su despacho del Congreso después de aprobarse en el Consejo de Ministros el mismo día que el presidente, Pedro Sánchez, anunciaba el adelanto electoral.
La titular de la Cartera, no obstante, está segura de que su equipo ha hecho un buen trabajo y, sobre todo, en tiempo récord. Han logrado montar en ocho meses una reforma educativa que el anterior Gobierno tardó en presentar dos años, una reflexión que debería volver a poner encima de la mesa si este pilar de la sociedad y del Estado de bienestar debe ser cambiado aleatoriamente cada equis tiempo única y exclusivamente en función del color del Gabinete que ocupe La Moncloa y no en virtud de las necesidades de la comunidad educativa centrada en los alumnos.
Lo cierto es que la norma que pretendía derogar, la Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa (Lomce), que fue aprobada en 2013 con la mayoría absoluta del Partido Popular, ha sido cuestionada desde entonces desde diversos ámbitos de la comunidad educativa. En este caso, y siempre según la opinión de Celaá, el suyo era «un proyecto muy enriquecido por la comunidad educativa y muy respaldado» del que destacó que se habían incorporado aportaciones de todas las comunidades autónomas. Eso sí, lanzaba un dardo a la oposición, «salvo de las gobernadas por el Partido Popular».
Sin tiempo entonces para tramitación parlamentaria, la Ley Celaá nace muerta pese a sus aspiraciones, por lo que la Lomce seguirá vigente, como mínimo, hasta el próximo curso escolar 2019-2020.
La religión suele ser uno de los caballos de batalla en las reformas educativas de este país. ¿Obligatoria? ¿Optativa? ¿Evaluable? ¿Con peso en la nota final? El acuerdo parece imposible entre partidos y así se demuestra una vez más, ya que uno de los objetivo del actual equipo de Educación ha sido eliminar los dos artículos de la Ley Wert que convertían esta asignatura en una materia específica de los dos cursos de Bachillerato, y suprimía también el artículo que permitía que computara para la nota media del alumno.
Un antecedente similar está, precisamente, en cuando la Lomce suprimió en 2013 la asignatura de Educación para la Ciudadanía, que había implementado en 2006 el Gobierno anterior, dirigido por José Luis Rodríguez Zapatero.
Otra polémica suscitada en torno a la normativa socialista ha sido la del uso del castellano y otras lenguas cooficiales como lengua vehicular. El intento normativo de Celaá deja en manos de las administraciones regionales la capacidad para fijar la proporción del uso de la lengua castellana y la lengua cooficial como lengua vehicular, así como las materias que deban ser impartidas en cada una de ellas, un dislate para los que defienden que la educación debería ser en español.
Una tercera polémica crucial es que la nueva norma recogía la posibilidad de dar el título de Bachillerato con una asignatura suspensa, una medida que para la ministra es «un gran favor» a los alumnos emulando la aprobación por «compensación» que existe en la universidad. Los expertos, sin embargo, consideran que bajar el nivel no sirve para sacar adelante a los estudiantes en desventaja.
posicionamiento. Dentro de la comunidad educativa las reacciones ante este proyecto y la imposibilidad sobre llevarlo adelante están polarizadas. Por ejemplo, la responsable de Enseñanza de FeSP-UGT, Maribel Loranca, apuntó que estudiarán «en detalle» el texto para ver si alguna de las medidas pudiera tramitarse como decreto ley. «Se lo sugeriríamos al Gobierno, pero las partes más lesivas solo podrían ser revertida con ley orgánica», apuntó.
En el otro lado, el director del mismo área de CSIF, Mario Gutiérrez, que tachó de «barbaridad» la aprobación de un proyecto de ley tras una convocatoria de elecciones generales, «sin ninguna intención de ser ni siquiera tramitada». «Es una maniobra política que introduce tensión en el sistema cuando la educación no necesita eso», indicó.
La ministra acaba así esta etapa política con un brindis al sol que deja decepción tanto entre sus seguidores como en sus detractores.