Estulticia y esculturicidio

Antonio Pérez Henares
-

Lo que hoy parece una soberana tontería, como atacar efigies de personajes históricos, mañana podría ser una norma de fe de obligado cumplimiento

Dos estatuas de Cristóbal Colón fueron vandalizadas hace unos días en EEUU por manifestantes que protestaban contra la violencia racial. - Foto: EFE

Esta pertinaz moda, supuestamente progre pero de hechos totalitarios, represores e incluso teocráticos, de juzgar la Historia de la humanidad según la doctrina de los ismos y despenar a sus protagonistas en efigie, al más puro estilo inquisitorial, no tiene otra explicación racional que la insignificancia y ombligismo de las generaciones aburridas de su propio confort que la teorizan como causa universal.

Incapaces de hacer ellos historia, de aportar algo substancial en verdad a su tiempo, han encontrado salida a su liliputiense frustración en juzgar con estulta soberbia, y efecto retroactivo secular y hasta milenario, a quienes sí lo hicieron y dejaron su propia huella en el mundo y en la memoria de la Humanidad.

La estulticia de la acción cae, con mucho mayor estruendo que las estatuas que derriban, sobre las cabezas de los decapitadores, por mucho que los medios se vuelquen a su favor y que el pensamiento hegemónico demonice a quienes les critiquen. Descubre una diarrea mental considerable y, por emplear un término adecuado a la cuestión, resulta una soberana gilipollez abrir causa general y juzgar, con parámetros, criterios, leyes y modas de hoy en día, lo que sucedió hace cientos, e incluso miles, de años atrás. Si aplicamos ese baremo, sin tener en cuenta el tiempo en que acaeció, la circunstancia y los valores aceptados entonces bajo los que se produjo y ya si a ello se añade el delirio final de los ismos en boga, desde el Homo habilis aquí, en dos millones y medio de años para acá, no se salva ni Dios. Bueno, no cualquier Dios, el cristiano sobre todo no, pero el musulmán tiene bula. 

Y claro, si refulge el nuevo, el salvador, y su nueva verdad revelada: el Dios Progre y sus tablas de la Ley, los 10 mandamientos o los 20, de lo políticamente correcto convertido que han de imponerse teocráticamente a base de anatema, hoguera, decapitación y sambenito en el cuello de los herejes y borrar la huella y el recuerdo de todo lo que no acepte sus preceptos, aunque resulta difícil de concebir como pueden hacerlo los que vivieron siglos atrás. 

Porque esto es, ante todo y más que nada, una nueva religión. Y como todas al nacer, la más agresiva y dispuesta a la Yihhad para imponer su confesión.

El fanatismo es la marca de origen de sus acciones escultoricidas y prohibicionistas. Como lo es el neopuritanismo atroz que desprende, excepto para las formas de sexualidad que no sean heterosexuales, o sea de sexo entre macho y hembra, hombre y mujer en nuestro género homo. Pero de fondo la similar obsesión que la mantenida por las iglesias cristianas contra el sexto pero al revés. Es también definitoria la persecución de libros, cuadros o películas que se salgan de la norma más propia de tiempos de la Edad de Hierro. 

En el Prado hay un intento de cambiar el nombre a los cuadros por supuesta complicidad con el abuso sexual y en la Universidad de Yale se han cargado los cursos sobre el Renacimiento acusándolo de que los artistas tenían como pecado original el ser todos blancos, que no había las suficientes mujeres de cuota y no respetaban tampoco los necesarios aportes multirraciales. O sea, que Leonardo debía haber pintado una Gioconda negra y entonces si podría tener un pase. Aunque también está prohibido ya decir negro y un país nórdico le ha cambiado por eso el nombre a una isla. Siempre había creído que negro, antes que nada, era un color. Pero está claro que no.

Pasando a mayores, vean lo practicado por las teocracias más atroces y actuales, aunque con ellas jamás verán que se alza una voz de estos paladines de la bondad universal como tampoco hay problema en reivindicar otras ancestrales, por ejemplo la azteca, como maravilla de paz, amor y corazón, sobre todo mucho corazón. Recuerden la voladura de las estatuas de los Budas por los talibanes o la aún más reciente destrucción de los vestigios monumentales romanos de Palmira por el Estado Islámico. Pues ahí tienen el asalto a la efigie de Julio César en Bélgica como botón. Y una ristra de ataques que nos afecta aún más a los españoles. Si la estatua huele a España, eso sí que es un inmediato Delenda est Cártago y hay que acabar con ella, sea Colón, Fray Junipero Serra, Juan de Oñate, nacido en Panuco (México) y casado con la nieta de Moztezuma, por cierto, o cualquier otro que se cruce en el camino, lleve hábito o morrión. 

También caen ya Churchil, Montaneli y hasta Lincoln. Porque la estupidez es infinita y universal. Y nos tiene ganada la batalla ya. Que es lo peor. Porque hoy parece lo que es, una auténtica, y perdón por utilizar de nuevo la palabra más pertinente, gilipollez pero pasado mañana ya será una norma de fe de obligado cumplimiento. Y al que se rechiste, sambenito que te crió y el libro a la hoguera de la purificación.