Los últimos quijotes

Nieves Sánchez
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Las ventas cervantinas que quedan en pie sobreviven por la perseverancia de sus actuales moradores, empecinados en mantener su legado, artesanos de su ventura. Algunos las han heredado de padres o abuelos, otros son quijotes sin arraigo a la tierra

Los últimos quijotes - Foto: Pablo Lorente

Blasa debía hacer unos huevos revueltos que dejaban sin habla a todo el que llegaba, dentro de la pequeña cocina de su vieja casa de friso añil y mil capas de piel blanca encalada, con olor a ganado, a paja y a estiércol, a sudor y vidas cruzadas. Era la posadera de Almadenejos en 1875 y ese lugar su posada, punto de encuentro y reposo en el camino, la misma que en tiempos de ínsulas baratarias y de Alonso Quijano se conocía como Venta de la Cruz. Dentro ya no cuelgan chorizos de las vigas ni hay jamones ahumándose como hace siglos, todo es diáfano, a medio remozar, salpicado con muebles y enseres de cientos de vidas y con corrales convertidos en trasteros de recuerdos de otros tiempos. Ahora por la Casa de Blasa, a un kilómetro del pueblo y pegada a la Dehesa de Castilseras, pasa una carretera que esconde el camino de tierra y piedras que andaban lo arrieros, justo enfrente de la estación de tren Almadenejos-Almadén.

Son las dos de la tarde, hace calor, hay zumbido de abejorros y de vez en cuando se escucha el sonido de algún motor. Abre la puerta un hombre alto, sonriente, afable. «Por aquí me deben llamar el ingeniero, el ventero o el loco de la estación». José Manuel Gómez tiene 41 años y es un quijote sin raíces manchegas, sin arraigo a esta tierra, madrileño e ingeniero de caminos en medio de una loca batalla contra los gigantes de la soledad.

En la primavera de 2015 llegó en coche a Almadenejos sin conocer un alma, a lo rural, con el dinero de una indemnización por despido, buscando un rincón en el mundo en el que apartarse para encontrarse, en el que iniciar una nueva etapa alejado de todo lo aprendido, para darle pasión y sentido a las ruinas y construir nuevos caminos. Lo de José Manuel y la posada de Blasa fue un flechazo, un amor incontrolado.

Los últimos quijotesLos últimos quijotes - Foto: Pablo LorenteEs el último morador de la Venta de la Cruz, de la que ya había referencias en 1575, tal y como recogen unas descripciones que mandó hacer Felipe II, como lugar de encuentro de viajeros, de personajes con los que se cruzó en sus andanzas el hidalgo manchego. «Sé que esto parece muy quijotesco, mucha gente piensa que estoy loco, pero yo creo que hay que hacer cosas así en la vida, la mayoría de las personas esperan a jubilarse, a ser mayores para regresar a las raíces ¿pero y si ese momento no llega?» No tiene pueblo, nació en la capital, en el lugar de donde es natural la prisa, el ruido y lo artificial.

Este joven está dando una nueva vida a la venta, de las muchas de su larga historia. Como él, otros tantos hidalgos gobiernan las posadas cervantinas que quedan en pie y que salpicaban La Mancha en los tiempos en los que Cervantes puso a cabalgar al caballero de la triste figura. Muchas son sólo ruinas irreconocibles en los cruces de veredas, otras directamente han desaparecido y algunas resisten imponentes como muestra de la arquitectura tradicional manchega gracias al tesón de sus dueños y el activismo social, que lucha por mantener vivo el legado de sus antepasados. Esta es su historia y el reto quijotesco en el que se han embarcado.

un caballero con gobierno. En la casa de Blasa hay silencio y quietud, ventanas todavía cerradas o tapiadas. Reina una cama, un sofá blanco, lámparas antiguas y una máquina de coser. «Yo había iniciado una búsqueda por toda España de algo para rehabilitar, para poner en marcha un proyecto hostelero o de artesanía y darle un giro a mi vida». Hace cuatro años después de trabajar en obras en España y en el extranjero, sobre todo en Rumanía, José Manuel se quedó en paro y fue cuando tomó la decisión. «No me une nada a esto, no conocía a nadie en Almadenejos y llegué de casualidad, pero cuando vi la casa supe que no quería buscar más y el 17 de junio de 2015 la compré».

Los últimos quijotesLos últimos quijotesCon más de cuatro siglos sobre sus tejados, la venta de Blasa estaba esperando a ser salvada del olvido, en una de las zonas más deprimidas de la provincia, en un pueblo de 400 habitantes, en el que José Manuel se empadronó y donde ha votado ya dos veces. «Me tocó ser presidente de mesa en las últimas elecciones y mucha gente todavía me miraba raro. No está siendo fácil, no es tan idílico vivir en lo rural como creemos la gente de ciudad. Hay mucho pesimismo».

Inició su aventura con la que era entonces su pareja, con la que tenía un proyecto en común. «Los dos queríamos lo mismo, nos gustó la casa y el entorno pero empezó el verano, la casa no tenía agua, la instalación eléctrica era vieja, necesitaba una reforma completa y ella se dio cuenta de la dureza de esto y de que era algo a muy largo plazo, se vio muy aislada de todo y se fue». José Manuel no huyó, no salió detrás, permaneció mirando a la estación, solo en una vieja casa donde estuvo durante dos años prácticamente aislado, sumido en reformas y oficios desconocidos. Aprendió a arar la tierra, a abonarla, a trabajar con sus manos la madera, no había nadie que le enseñara y estuvo esperando ayudas del Estado para levantar un proyecto turístico que nunca llegaron. Pasado ese tiempo tuvo que volver a Madrid a buscar trabajo, pensó que todo había sido un esfuerzo en vano. Tras un año trabajando en Sri Lanka, regresó hace poco con fuerzas renovadas y ahorros para continuar armando su sueño.

«Este sitio es especial, no es cualquier casa de campo, por eso intento preservar su esencia, de hecho en unos años me gustaría que volviera a funcionar como venta y poder servir los huevos que sé, por esos antiguos escritos, que cocinaba Blasa, pero de momento es una casa de vacaciones». José Manuel le está dando a la venta un siglo más de vida, oxigeno, una razón y una misión.

En aquellos dos años que pasó en soledad, entre libros, silencio, gazpachos con tomates de su propio huerto, conversaciones con uno mismo, maderas, clavos y herramientas, aprendió a perder y a ganar, a dejar pasar, a respetar y empatizar con la gente del medio rural, con sus necesidades, con la ausencia de lo básico, con la distancia que los separa de lo imprescindible. Ha aprendido a valorar lo antiguo, las historias que encierran los muros donde quedan atrapadas para siempre muchas vidas, amor, agravio y felicidad. «Ahora tengo fijación por las ruinas, por lo antiguo. Esta casa me ha enseñado a entablar una conversación con una persona que camina por aquí sin que lo conozca de nada porque lo necesito, a ser abierto, porque cuando volví a Madrid estaba a punto de aullar a la luna de lo solo que me encontraba y sin embargo allí, en la que ha sido siempre mi casa, me sentí un extraterrestre».

La casa de Blasa mantiene su distribución en estancias alrededor de un gran corral en el que estaban los pesebres, el pozo y el abrevadero. En la planta baja se encontraba la cocina y el comedor, formando una sola estancia, y en el piso superior los dormitorios. Ahora es un nuevo hogar, donde habita Don Quijote en busca de su Dulcinea. «Quiero vivir aquí, pero no solo».

dulcinea vive en la dorotea. Muchos sueñan en la tierra de la locura con gobernar una ínsula, pero no todos lo intentan. Pilar Jiménez lo va a conseguir, morirá donde nació, a la otra punta de Almadenejos, en la Dorotea, en la posada del gran portón azul de la calle Cervantes de Puerto Lápice, pueblo de paso y de encuentro de viajeros de Madrid al sur, en la venta que fundó su abuela, Dorotea Jiménez, mujer «apañada y curiosa» que tenía la posada «más limpia y aseada de toda la provincia». Esa era la abuela de la Dulcinea de Puerto Lápice, la mujer que nació, creció y vive todavía en la venta propiedad de sus padres, construida allá por el siglo XV y convertida en casa de vecinos, de la que escribió y por la que pasó y se alojó multitud de veces el célebre Azorín. «Nunca me he casado, soy soltera, pero mi sobrino ha vivido conmigo siempre». Es una de las hijas de los últimos posaderos en aquella venta a la que llegaban cada año cientos de arrieros y muleros, arrastrando cansancio por los kilómetros andados.

Tiene 85 años señalados en un rostro ajado por el tiempo y una lucha diaria junto a José Ignacio por mantener la posada arriba. «No se me olvida, yo era muy niña cuando mi padre heredó la venta y llegaban los arrieros con sus historias, con sus mulas y hablaban y comían las viandas que preparaba mi madre al fuego». Ella observaba, limpiaba y barría aquel suelo de canto que hoy sigue intacto, el mismo que pisaban los carros. «Viene mucha gente a visitarnos pero no recibimos ayudas, no estamos en ninguna ruta oficial, enjalbegamos nosotros todos los años y con nuestro dinero pagamos todo para que no se caiga, no sé lo que pasará cuando me muera».

En el pueblo dan por hecho que Don Quijote fue armado caballero unos metros más adelante, en La Venta del Quijote, convertida en restaurante, objetivo de las cámaras de los turistas japoneses, la mejor conservada, aunque Pilar y José Ignacio aseguran que la de Dorotea es mucho más antigua, la única que había en la zona antes de que existiera siquiera el pueblo, en la que se pagaba por hospedaje una miseria o en especias. «Esto significa todo para mí. Es mi casa, aquí nací y aquí estoy y aquí voy a morir si dios quiere, por eso quiero que se mantenga así mientras yo y mis hermanos vivamos, aseada, bien encalada y limpia como la tenía mi abuela».

sancho se muere de sed. Dulcinea resiste en la Dorotea mientras en la Venta de Borondo, Sancho se muere de sed. Desconchada, con riesgo de derrumbe, con los tejados derruidos, comida por el tiempo y la dejadez, entre Manzanares, Bolaños y Daimiel, al lado del camino Real de Alicante a Ciudad Real, en el mismo cruce que le dio la vida desde antes de que Cervantes hiciera pasar por ella a Don Quijote y su fiel escudero, la grandiosa Venta de Borondo se mantiene desde el siglo XVI como puede en pie.

Los hijos y nietos de Felipe López Aranda fueron los últimos inquilinos de esta morada. «Mi abuelo la compró hace más de cien años para hacerla casa de labranza y mi padre la heredó, prácticamente hemos nacido en ella. Aquí nos hemos criado mis hermanos y yo». Felipe López tiene 66 años y sus recuerdos en el patio, el pajar y las cuadras se mantienen intactos. «Vengo muy poco porque me da lástima verla en estas condiciones. Los propietarios hicimos un escrito a la Administración para cederla sin contraprestación, para que se conserve». Hace treinta años, a poco de morir su padre, empezó su declive .

Borondo no es ya la sombra de lo que fue. Los tres hermanos Felipe, Lorenzo y Vicente pasean por ella recordando hazañas de niños, cuando su madre les ataba al bolsillo los cuatro picos de una servilleta para guardarles la merienda y los mandaba con el pastor. «Nosotros hemos visto esta casa en toda su plenitud, era el medio de vida de mis padres, agricultores y ganaderos, y nos gustaría que no se hundiera. Aquí está reconocido que fue armado Caballero Don Qujote». El tesón de una asociación para su recuperación ha logrado en estos años que se intervenga en su torreón, pero Borondo necesita recursos para no derrumbarse sobre las vivencias de juventud de los tres hermanos en aquella imponente casa que fue hospedaje de miles de viajeros, donde sus padres les enseñaron a superar el miedo a la oscuridad.

El tiempo es el único viajero que usa a diario las ventas cervantinas, mientras sus empecinados dueños preservan a duras penas la esencia de su legado, como Felipe Ferrerio en la Venta de la Inés, la más mediática por la lucha que ha mantenido durante tres décadas contra el gigante de La Cotofía, en el Camino Real a Andalucía, la que fuera la mejor venta de la ruta, con servicio de postas y de comer. Despotrica junto a su hijo de los periodistas y los medios que en su tiempo contribuyeron a que su causa diera la vuelta a España. «Ha sido mucho lo que hemos sufrido por mantener esto en pie», cuenta a sus 90 años desde su sombría estancia, a los pies de la chimenea de la vieja venta, como un caballero desarmado, cansado de pelear contra molinos de viento.

Quedan todavía quijotes en las ventas manchegas y cada uno es artífice de su propia ventura.