La isla desbordada

María Traspaderne (EFE)
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Solo Gran Canaria ha recibido este año unos 6.000 inmigrantes, que superan los 8.000 en todo el archipiélago. Detrás de cada uno hay historias estremecedoras que comparten el ansia de un futuro mejor

Los ‘sin papeles’ deben aguardar su turno de paso en el puerto, que ahora está regulado por semáforos. - Foto: JON NAZCA

Dos hileras de vallas amarillas marcan la frontera. A un lado, centenares de inmigrantes recuperan fuerzas tras días en el mar que dejarán cicatriz. Al otro, voluntarios les dan comida y lanzan besos a través de las mascarillas, bajo la atenta mirada de los policías. Cae la tarde, húmeda y calurosa, en el muelle de Arguineguín, una pequeña localidad al sur de Gran Canaria símbolo y testigo involuntaria de un fenómeno migratorio que desafía todos los pronósticos. Ya van 8.102 migrantes llegados este año a las costas canarias, ocho veces más que a estas alturas en 2019. De ellos, unos 6.000 a Gran Canaria.

En el muelle están Abdo y otras 330 personas, que esperan desde hace días durmiendo sobre mantas en el asfalto hasta que los deriven a un hotel o a otro centro de acogida. Son el resultado del goteo constante de barcas, que se acelera cada año por estas fechas. Solo en 36 horas, el 9 de octubre y la noche del 10, llegaron 1.050 personas a la isla, una cifra nunca vista desde la crisis de los cayucos de 2006.

Después de pagar entre 1.500 y 2.000 euros, afirman ellos, ahora esperan en el muelle vestidos de uniforme: pulsera verde con su número de filiación, chándal y deportivas negras, las que les dieron a su llegada tras desprenderse de capas de ropa manchada de sal, gasolina, sudor y más.

Abdo, marroquí de 23 años, no tuvo suerte y un viaje de dos días se convirtió en una semana de pesadilla. «Éramos 25 personas en la barca, sin comida, sin agua. Algunos estaban enfermos, cansados, como inconscientes», dice en un inglés básico y admite que, claro, tuvo miedo a morir porque «el mar no estaba bien y las olas eran muy altas».

1.000 Km. de mar y muerte

El de Abdo es el camino corto desde Marruecos, pero muchos, sobre todo desde agosto, llegan a Canarias desde Senegal, Mauritania o incluso Gambia a bordo de cayucos, enormes barcas multicolores que pueden llegar a alojar a 180 personas.

Costean al principio, hasta que cruzan en la zona más cercana a las islas y recorren distancias de más de 1.000 kilómetros en total. Es la vía más peligrosa de la llamada frontera sur, mucho más que las mediterráneas, y deja a su paso muertos difíciles de contabilizar.

Desde Senegal, navegan unos 10 días sentados sobre una tabla de madera sin poder mover un músculo, a riesgo de que la barca zozobre y alguien pueda caer a un mar que se lo tragaría irremediablemente. Sería un peso plomo de tres capas de ropa para combatir el frío que no se quitan ni para hacer sus necesidades.

Llegados a Arguineguín se encuentran con un semáforo invisible, el que marca la doble hilera de vallas y al que ha obligado la pandemia. La luz está roja del lado de los inmigrantes. Esperan sus PCR y no pueden mezclarse ni con los de otras pateras ni con los voluntarios, que solo están autorizados a entrar con un EPI. Cada patera o dos, una tienda. Cada tienda, dentro de un corralito con su propio baño prefabricado.

La luz naranja, explica Mari Afonso, voluntaria de Cruz Roja, está en el metro y medio que separa a las dos vallas. Ahí solo se puede estar con una bata protectora. La verde es la reservada a los de aquí, al otro lado, en la parte más próxima al mar, por donde circulan voluntarios y policías en espera de nuevas llegadas.

«Cuando vemos cayucos grandes con poca gente, siempre pensamos: ‘¿Dónde estará el resto?’». Mari está en el muelle, sentada en una silla junto a la barrera de acceso. Auxiliar de enfermería jubilada, lleva cinco años dando la bienvenida a los que buscan en Canarias una vida mejor.

Hace un par de semanas, recuerda, llegó una patera con un fallecido dentro y cuatro personas inconscientes. Tres murieron en el hospital. «Aquí no piensas, actúas, y luego en tu casa lloras o te enfureces». Ha tenido que construir su propia barrera mental y convencerse de que no son sus problemas, pero «tarde o temprano», confiesa, afectan.

Nunca había visto tantas pateras y sufre especialmente con los niños. Llegan, dice, «muy protegidos» con mil capas de ropa y recuperan pronto la sonrisa, las ganas de jugar en el muelle. Pero a veces los traumas afloran, como ese, recuerda, que viajó con un fallecido a bordo. «¡Mira, sé contar en español!», le decía a Mari un minuto, y al siguiente sollozaba.

La fría COVID-19

La COVID-19 no ha mejorado las cosas. «El recibimiento es muy frío», se lamenta Mari, que no puede ni ayudarlos a caminar cuando salen entumecidos al muelle si no es con «un buzo» puesto. «Antes nos metíamos en las carpas, hablábamos con ellos. Hoy no se nos ve una sonrisa, una mueca de apoyo. No puedes abrazarlos».

La pandemia es precisamente una de las razones por las que Canarias recibe a más migrantes este año. Solo 2.021 en la primera quincena de octubre, a razón de 134 al día. Lo resume Jamal, marroquí de 40 años: «Hay mucha seguridad por ahí», dice en referencia al otro lado de la valla tras ser preguntado por qué escogió la ruta atlántica. «Ahí» es el norte de Marruecos, donde las fronteras de Ceuta y Melilla están cerradas por la COVID-19 y porque las fuerzas de seguridad marroquíes evitan cruces en patera y saltos a la valla.

El cambio de ruta del Mediterráneo al Atlántico es aún más claro si se analizan los datos más recientes. Según las cifras de Interior, hasta el 15 de octubre llegaron 5.265 inmigrantes menos por mar a la península y Baleares, mientras que a Canarias arribaron 7.074 más. Vasos comunicantes de flujos migratorios que no se paran por una pandemia.