Si, por azares de la vida, apareciera en mi casa un boceto de Picasso, apenas un esbozo, no me imagino tirándolo a la basura o incluso borrándolo para garabatear sobre él cualquier otra cosa. Antes al contrario, lo enmarcaría delicadamente y lo colgaría en el lugar más privilegiado de mi casa, donde todas las visitas pudieran verlo. Y es probable que, al correrse la voz entre familiares y amigos, al cabo del tiempo mi casa fuese casi un lugar de peregrinación, donde todos acudiesen a ver ese boceto de Picasso, inventándose tal vez excusas peregrinas para visitarme.

Imaginar el orgullo que sentiría por ser poseedor de un Picasso es una tarea ardua y complicada, pero supongo que me sentiría afortunado y a la vez invadido por un fuerte sentimiento de responsabilidad. Ser el dueño de un Picasso me otorgaría la obligación de custodiarlo y cuidarlo, garantizando que, en el futuro, pudieran seguir disfrutándolo mis hijos y, a su vez y posteriormente, mis nietos. Podría decirse que me sentiría como en aquella publicidad de los años ’80 de la mítica relojera suiza “Patek Philippe”, cuyo eslogan decía: “Nunca un Patek Philippe es del todo suyo. Suyo es el placer de custodiarlo hasta la siguiente generación”.

Por otra parte, cuando se habla de la belleza intrínseca de la arquitectura gótica, me gusta imaginarme lo que pensarían los lugareños de León mientras asistían a la construcción de su Catedral gótica. Y siempre que hago estos ejercicios de imaginación, no puedo evitar recrear en mi mente a dos ciudadanos leoneses, allá por el 1.250, que mientras veían avanzar las obras, comentaría uno al otro: “¡Qué vergüenza! Ya no se construye como antes… El Románico sí que era arquitectura, y no esta cosa gótica de ahora. Están estropeando la ciudad; lo que de verdad tiene valor es la Basílica de San Isidoro, con su arquitectura románica, sus tres naves y su bóveda de cañón… ¡¡¡Definitivamente, ya no se construye como antes!!! La civilización se está yendo a pique; hasta mi hija se ha hecho gótica…” Y probablemente, el otro leonés, en señal irrefutable de aprobación, diría: “El edificio en sí es poco agraciado”. Y seguro estoy que, si tras ese rotundo y contundente juicio de valor, no se detuvieron las obras, sería porque no llegaron esos comentarios y juicios razonados a las autoridades leonesas. De lo contrario, se habrían paralizado las obras, y hoy en día nos ahorraríamos el bochornoso espectáculo de tener que contemplar la Catedral de León.

Y otro tanto podemos decir de la cultura musical: ¿Apreciar el barroco de Bach implica renegar del clasicismo de Mozart? ¿Acaso por ser anterior cronológicamente el primero, habría que quemar las partituras del segundo? No parecería una política cultural muy acertada obligarnos a escoger un estilo artístico y renunciar al resto. Algo así como si, al cumplir la mayoría de edad, tuviéramos que elegir nuestro estilo literario favorito y eso nos incapacitase para el resto: “Ah, no, yo no puedo leer a Gómez de la Serna, que soy muy de Galdós. Por favor, caballero, retire ese ejemplar de “Automoribundia” de mi vista o empezaré a convulsionar y proferir maldiciones en latín.”

Sin embargo, todo esto que se nos antoja un disparate y una gracieta, parece aceptarse de buen grado cuando de lo que se habla es de la arquitectura, y especialmente de la arquitectura contemporánea. Nadie destruiría un grafitti de Banksy o pintarrajearía un retrato de Warhol; pero, en cambio, una gran mayoría de ciudadanos estarían encantados de derribar -pongamos por caso- un edificio de Miguel Fisac para construir una promoción de 40 viviendas con fachada de ladrillo atigrado “de la mejor calidad”.

Seguramente esto sea un debe de los Colegios de Arquitectos, y quizá de los arquitectos en general, que no hemos sabido transmitir la importancia de la Arquitectura para nuestra sociedad. Seguramente no hemos sido capaces de explicar por qué la arquitectura contemporánea no se parece a la arquitectura gótica (como la arquitectura gótica no se parecía a la arquitectura griega). Seguramente no hemos sido capaces de explicar que la Arquitectura no es sólo construcción, sino que tiene unas motivaciones que hacen que un edificio sólo pueda ser de esa determinado forma y no de otra. Seguramente los arquitectos hemos descuidado nuestra obligación didáctica. Y, seguramente, por todo eso, nos encontramos ahora con la obligación de proteger ese patrimonio arquitectónico que, como en el caso del boceto de Picasso o del reloj Patek Philippe, no es del todo nuestro. Nuestro es el placer de custodiarlo hasta la siguiente generación.

Porque si, en el s. XIII, no hubiera habido un grupo de arquitectos empeñados en construir en estilo gótico la nueva Catedral de León; y que hubieran luchado por defender su criterio artístico contra la opinión de los que abogaban por demolerla y construirla de nuevo en estilo románico, hoy nadie podría visitar la Catedral de León y admirarse por la esbeltez de sus contrafuertes y la invasión interior de luz que se filtra a través de sus muros casi permeables por las vidrieras imposibles.

La obligación del Colegio de Arquitectos y de la Fundación Fisac es custodiar la cultura arquitectónica contemporánea, garantizando que llega hasta las siguientes generaciones. Para que, en el s. XXIII, pueda haber encendidos debates sobre si tiene sentido construir un nuevo edificio tan feo junto al bello edificio de la Casa de la Cultura de Miguel Fisac. Y decimos que es una obligación del Colegio de Arquitectos, un compromiso con la sociedad (presente y futura), y como tal se asume, aunque ello suponga asumir también el coste íntegro de los honorarios del proyecto de rehabilitación; y aunque ello suponga que a la ciudad no le va a costar cantidad alguna ese proyecto de rehabilitación. Las obligaciones son así, conllevan costes, que se asumen por el placer de custodiar nuestro legado hasta las siguientes generaciones.

Durante años, el edificio de la Casa de la Cultura de Miguel Fisac albergó la Biblioteca. En sus estanterías convivían, armoniosamente, el realismo mágico de García Márquez y el realismo sucio de Bukowski; la prosa satírica de Quevedo con la prosa culteranista de Góngora; el surrealismo de André Breton y el realismo de Flaubert. No hay noticias de que, al anochecer y cerrar la Biblioteca, esos autores se enzarzaran en debates excluyentes, ni que se menospreciaran mutuamente. Tampoco me imagino discusión alguna entre nuestra Catedral y el edificio de Fisac. Más bien, intuyo una conversación entre un abuelo y su nieto en la que ambos, libres de prejuicios, aprenden algo del otro; en la que el abuelo revive su rebeldía adolescente a través de los ojos del nieto; y en la que el nieto admira profundamente la vida que ha llevado su abuelo.

Ojalá, entre todos, podamos convertir el edificio de la antigua Casa de Cultura en un Hogar de Cultura, donde puedan convivir distintos estilos, distintas sensibilidades, distintas culturas. Un Hogar de Cultura donde todos podamos sentirnos cómodos. El hogar es la parte íntima de la casa, el lugar al que sólo acceden los más especiales de nuestros íntimos, y donde son revelados los secretos familiares, que después son conservados en la memoria y se transmiten de padres a hijos. Durante años tuvimos una Casa de Cultura en los Jardines del Prado; ojalá, entre todos, podamos tener ahora, además, un Hogar de Cultura.