José Luis Loarce

Con Permiso

José Luis Loarce


Mi calle en rosa

21/03/2023

Entra la primavera y la que fue mi calle ha roto en un florecer de sakuras. Una doble hilera impresionista de arbolitos rosas y automóviles absortos. Nací y crecí en esta calle empedrada, de casas bajas y vecinos como familia, con la fuente más cercana en la ronda, sin un árbol y sin un coche, la calle y la vida era inmensa, la niñez era un solar de veranos interminables y juegos callejeros, balonazos y pedradas con la calle de al lado —también convertida este marzo en un jardín rosa—, a veces ocupando las soledades futboleras de la calle Calatrava.
Paseo mi vieja calle, de sólo 36 portales de una esquina a otra, y no la reconozco. Tan decorada ahora con estos rosas primaverales que se inclinan, podados, hacia la calzada para no rozar las impersonales fachadas, su edificada solidez tan lejos de los tapiales de adobe. Cuando el abuelo Carlos, jornalero, compró en 1928 el solar donde levantó luego su (nuestra) casa, la calle eran húmedos huertos y terrenos baldíos dentro de rondas, tan cerca de la experimental Granja Agrícola, levantada a principios de siglo tras la desecación de lagunazos y charcones. La Granja fue un espacio mítico de la infancia, eran campos de maíz entre regueras de agua, paseos arbolados y albercones, el enorme pabellón de ladrillo de la Escuela Práctica de Agricultura casi en desuso, campos de alfalfa, un recinto de animales que desprendía olor a distancia, el silo blanco de silueta curva que resistió la obligada reurbanización de la zona hasta no hace mucho junto al Instituto de formación profesional, el guarda 'Carastopa' al que teníamos pánico la chavalería… Imposible recordar mi calle sin hablar de este lugar, su prolongación.
Quedan cuatro casas de entonces y parecen cerradas, más bien canceladas como su tiempo. Las nuevas son de dos alturas, pero también padeció la especulación y el caos urbanístico de mi ciudad y en su irregular skyline, todavía sin terminar, se puede encontrar hasta el bloque de cinco pisos. Fogonazos de hojitas rosas ahora adornan un lugar de paso como otro cualquiera, neutro, descargado de matices, sólo conserva el nombre, acaso en algún rincón imaginario habitara el bullicio de un patio con dos parras y el corral con higuera y pozo de brocal redondo. Un humilde microcosmos familiar de lucha por la vida, en una calle de trabajadores que censaba los más diversos oficios, hasta una bodega, la de los leoneses, donde cada vendimia suponía para los niños festejar el fin del verano. Pero aquella calle olvidada, que pasaría veinte años hasta tener agua corriente y alcantarillado, tuvo su minuto de glamur a finales de los cincuenta cuando Sara Montiel, triunfante a la vuelta de Hollywood, visitó a una de sus hermanas que vivía en la acera de enfrente —contaba siempre mi madre— y se formaron largas colas de gente para pasar a verla: ella sentada en un cuarto recibiendo visitas como una diosa manchega. ¡Lo que daría por una imagen del acontecimiento! Nuestra vie en rose.