Qué entrañable es la Navidad! Decimos, más, proclamamos que la luz ha brillado en la tiniebla; que una luz le ha brillado al pueblo y que, desde ahora, Dios está con nosotros. Esa es la buena noticia que cantan los ángeles: «Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad». Todas las promesas se realizan en Jesús, hijo de María y de José, por intervención única y especial de Dios. Milagro de salvación.

Pero ya desde el pesebre, la cruz, signo de contradicción,acompañará a Jesús. También a nosotros. Unas veces con suavidad, como carga ligera, otras con dureza y crudeza. Siempre con nosotros. Dos travesaños de madera que nos muestran la verdad del amor que se entrega, que siempre comprende, que siempre perdona. Amor que muere. Amor que florece. En Jesucristo, todos. «Jesús estará en agonía hasta el fin del mundo, debido a que sufre en todos sus miembros». Una agonía que salva, que purifica. Muerte que resucita. Cruz que es al mismo tiempo renuncia, sacrificio y victoria. 

El miércoles y ayer rezábamos en la catedral ante la cruz y el icono de la Virgen María que entregó san Juan Pablo II a los jóvenes en la Pascua de 1984: «Queridos jóvenes, al clausurar el Año Santo os confío el signo de este Año Jubilar: ¡La cruz de Cristo! Llevadla por el mundo como signo del amor del Señor Jesús a la humanidad y anunciad a todos que solo en Cristo muerto y resucitado hay salvación y redención». Solo en la cruz, solo en nuestras cruces está la salvación.