Ramón Horcajada

Edeumonía

Ramón Horcajada


Un mundo insípido

11/11/2022

De sentirse un ser predestinado, el ser humano pasó a vivir sin destino. Desde lo que intuyó como auténtica libertad, cerró el círculo en torno a su propio ombligo y dejó de aspirar a aquello que le engrandecía. Por eso, de ser llamado a la nobleza y a lo perenne, pasó a ser llamado a la banalidad y a la vulgaridad. De la trascendencia, pasó a la más absoluta inmanencia, encerrado en sí mismo, y su única salida, mejor dicho, su única huida, sólo puede ser hacia delante. 
Cuando el cielo se oscurece, llega la asfixia y todo se encoge. Vivir, entonces, se convierte simple y llanamente en vivir sin más, huyendo incluso de nosotros mismos porque no nos soportamos. No hay otra cosa detrás de la búsqueda constante de lo excepcional: el crucero, el viaje a no sé dónde, el deporte más novedoso, el último iPhone, etc. De lo ordinario se huye como de la peste y el tiempo se convierte en el más absoluto enemigo. Éste ya no es el "Kairós" del que hablaban los griegos. Si Walter Benjamin dijo que el instante es aquello por lo que la salvación puede entrar en el mundo, el instante ahora no dice nada, es insípido. Tan insípida como nuestra democracia, por mezquina y ruin, tan insípido como nuestro sistema de enseñanza, tan insípidas como nuestras conversaciones. Nuestra sociedad es tan insípida como el tiempo que vive, ya no dice nada, nada aporta, no nos lleva a ningún lado. 
Si el ser humano decidió vivir sin destino, no le queda más remedio que asumir su banalidad, lo repetimos. Ella es el destino de los que han renunciado a un destino, confunde y enmaraña la realidad haciendo creer que ella es la auténtica meta, pero no hace más que crear esclavos, cautivos del mal de la pura existencia, la cual se convierte en una losa inasumible desde la banalidad, porque se traduce en ansiedad y violencia, impotencia constante por hacer que se traduce en frustración y resentimiento. Y eso es lo que queda tras todo postureo y tanta perfección aparente.
El alma humana es así de compleja. Cuanto más potente aparenta ser, más impotente y frustrada se revela; cuanto más activa y dinámica, más agotada de todo, incluido de sí misma; agotada de vivir, aunque prefiere no parar ni a pensarlo.
 Andamos acelerados y fatigados sin permitirnos experimentar la sorpresa, aquello que era fundamental para el comienzo de la filosofía según Aristóteles, el asombro; incapaces ni siquiera de dotar a nuestra existencia de un drama, sin saborear el tiempo que ya se fue y exasperados porque ya no vendrá. 
Hubo un tiempo en que los filósofos comparaban la realización de la existencia con la realización de una obra de arte, pero hoy nuestras vidas han pasado a ser meros artefactos, meros utensilios, meras cosas, y somos incapaces de responder al vacío porque no tenemos más que vacío que ofrecer, aunque vivamos locos por lo posible, por las posibilidades que todo nos ofrece, aunque no realicemos ninguna. Es esa ansiedad por todos los aparatos técnicos de los que la media del ciudadano no saca ni el veinte por ciento del rendimiento que podría sacar. Vivimos en la fiebre de la posibilidad que jamás se realizará, pero ella es nuestro sosiego con el que vivir cada instante: el sosiego de la insipidez. ¡Si Nietzsche nos viera! Hasta el abismo lo hemos hecho insulso. 
Edificamos todo en torno a posibles momentos de felicidad y creemos amar la banalidad porque ella es el trampolín para esa posible felicidad fugaz y breve, del mismo modo que amamos la vulgaridad, porque en ella fingimos ser lo que no somos. Y así soportamos nuestra existencia, así creemos que vivimos, a la espera constante de lo que nunca llega, quemando etapas como auténticos liberados pagando el gran precio que supone ir siendo conscientes de no haber vivido cuando creíamos que lo hacíamos.

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