Juan Bravo

BAJO EL VOLCÁN

Juan Bravo


El esperpento omnipresente

15/02/2021

Uno de los más arraigados vicios entre los españoles es el de denigrar a su país venga o no a cuento. Son cientos los que, sin los mínimos conocimientos de la historia de España, se permiten, por ejemplo, poner a caldo la labor de España en América, al tiempo que alaban la de los ingleses y holandeses. Es una forma de epatar, de tratar de restañar su innato complejo de inferioridad. Stendhal, con su excepcional agudeza (por más que acabara detestando lo francés y declarándose ‘milanesse’), en El rojo y el negro, cuando le da la palabra a un personaje de parecida calaña, se cuida muy bien de poner entre paréntesis, a modo de didascalia, «ojo, habla un resentido».
Para nuestra desgracia y, lo que es peor, para la del Gobierno de la Nación, se ha colado de matute en los consejos de ministros un individuo que, a sabiendas, o porque va en sus genes, hace a la perfección el papel de Mosca cojonera o de Pepito Grillo, saltándose, como y cuando le da la gana, la promesa que hizo hace un año de cumplir y defender la Constitución de España. Y, como para colmo, va de vicepresidente, los daños que ocasiona se multiplican por tres. Tiene la boca fácil, es hiriente (como yo intento serlo), va de listo, nunca termina de enseñar sus cartas, tiene amigos poco recomendables, y se cree que sigue en la asamblea de alumnos de su universidad, es demagogo hasta límites insospechados, se cree el inventor de la cosa política, hace a diario la guerra por su cuenta y casi siempre juega sucio. De tal modo que, aunque a veces dice verdades como puños, se torna difícilmente creíble, porque, a estas alturas, el ciudadano medio hace tiempo que advirtió que va de progre y de farol, y que lo único que realmente le importa, y por lo que imagino que daría media vida, es quitarle el sillón a su presidente.
Su última barrabasada de esta semana es de sobra conocida: justo el día siguiente en que el ministro ruso de Exteriores, Serguéi Lavrov, comparara el encarcelamiento del opositor Navalni con la situación de los presos del procés, al señor vicepresidente segundo del gobierno de España le faltó tiempo para alinearse con las tesis del Kremlin, soltando a los cuatro vientos que la democracia española hace aguas y provocando, una vez más, la subida del pan, como ocurre cada vez que debiera mostrar lealtad al equipo de gobierno con el que se sienta todas las semanas en Consejo de Ministros. No cabe duda que para don Pablo Iglesias, un político es un señor a quien todo se le ha de permitir, desde hacer de su capa un sayo, saltándose cuándo y como quiera el ordenamiento constitucional, hasta incluso traicionar o pagar al mejor postor. Un juego de trileros, vamos. De ahí la altura moral de sus dilectos amigos representantes de Bildu y de ERC, porque la democracia que ellos practican es la que él avala, la de los resentidos de Arana, la de los que ya no se ocultan lo más mínimo de mostrar a las claras su odio a España y a los españoles, por no sé qué poción que les sirvieron en la casa en que se criaron y en la escuela donde aseguran haber sido educados. Ya saben el viejo refrán: Dios los cría y ellos se juntan.
Y a todo esto Sánchez calla y sus ministros dan la cara con un hartazgo que supera ya todo lo imaginable. Aseguran que él y sus íntimos (incluido, claro está, Echenique, el del polonio) andan desesperados tratando de evitar, este domingo en Cataluña, la debacle electoral que tuvieron en Galicia y País Vasco. Les va mucho en el envite, pero son tan torpes que, entre unos y otros, lo que a diario hacen es engordar la vaca de Vox, partido que, sin gasto aparente, va recogiendo el hastío y la desmoralización de una calle azotada sin piedad por la cruel pandemia, esperando una vacuna que no llega. Lo que haría Valle-Inclán viendo lo bien que se lo pasan los bomberos pisándose las mangueras. Y es que aquí, como en el esperpento, es fácil apreciar lo poco que dista de la risa al llanto.