Javier Santamarina

LA LÍNEA GRIS

Javier Santamarina


Amor que mata

02/07/2021

La confianza de los tecnócratas y expertos en el poder regulatorio para solventar problemas resulta conmovedora. Tal atracción posee, que la clase política ya no se molesta en justificar cualquier acción, sino que mencionan que ha sido impulsada por unos sesudos expertos. En caso de intuir oposición a la medida, la acompañan de una encuesta y el tema está zanjado.

Los tecnócratas piensan el mundo que desearían construir y desde esa premisa imponen reglas, restricciones o limitaciones para obtener el bien deseado. Es fácil detectar una soberbia intelectual al considerarse poseedores del talento para saber cuál debería ser la sociedad perfecta.

En Occidente el máximo exponente lo encontramos en la producción energética, donde la clase política impone qué tipo de energía es la correcta, sin meditar los costes de la generación, la producción o la distribución de dicha energía. La diferencia entre países pobres y ricos, se percibe por la seguridad en la disponibilidad energética y el nivel de consumo. Un sistema frágil impide predecir si la tan desea electricidad llegará cuando le das al interruptor. En las economías impúdicamente pobres, las empresas con recursos se las apañan para no depender de la red nacional. Basta con imaginar cómo sería el drama para los hospitales si la energía no llegara cuando se necesita, aunque el romanticismo de las velas es innegable.

Este problema se ha extendido a las economías prósperas, porque hemos renunciado voluntariamente a las inversiones indispensables para mantener un sistema robusto y efectivo. También hemos despreciado los costes, porque la clase política entiende que siempre existe alguien dispuesto a pagar el precio en pro de la bondad. Es la única forma de frenar el cambio climático, la subida del mar o la expansión de plagas.

Las nobles intenciones ocultan las consecuencias y hay que ser honestos. Actualmente carecemos de la tecnología para almacenar energía. Por tanto, necesitamos ser capaces de producir la energía necesaria para la demanda concreta. Ningún país puede renunciar a la energía nuclear, el gas natural o el carbón, porque las energías renovables no pueden garantizar la producción cuando es necesaria. (No siempre hay viento o sol).

Deseamos un aire mejor en las ciudades pero no se consigue apostando por el coche eléctrico, sino modernizando el parque automovilístico (el 10% de los coches genera el 90% de la contaminación). No es glamuroso pero sí efectivo.

Los Estados deben aspirar a una energía segura, predecible y barata. El consumidor debe ser el que decida qué tecnología prefiere.