Juan Bravo

BAJO EL VOLCÁN

Juan Bravo


Baile de máscaras

28/06/2021

Desafiando al síndrome de Estocolmo en el que lamentablemente he caído por culpa del Covid, y apremiado por la llamada de mis hijos, monto en un avión rumbo a Estrasburgo, con la suerte –eso creíamos mi mujer y yo– de que, justo ese día, en Francia, el Gobierno ha decidido suprimir las mascarillas en los espacios al aire libre, lo mismo que se tiene pensado para hoy sábado en España.
Y si lo del aeropuerto es difícil de soportar, lo del avión, acostumbrado a vivir en el campo con esa libertad arcádica que disfrutamos los jubilados, resulta francamente agónico: doscientas personas sentadas en reducidísimo espacio, con sus mascarillas y sus miedos respectivos a cuestas. Ya estarán contentas las compañías aéreas, pienso, esto es lo que ansiaban. Ya digo, un horror.
Por fortuna, para los que estamos vacunados, las posibilidades de salir ilesos de semejante ordalía son altas. En Estrasburgo parece que asistimos a un renacimiento: vemos a la gente mover los labios; ya no parecemos delincuentes asustados; el mundo parece renacer de sus cenizas. Pero pronto comprobamos que todo es una ficción. Basta cruzar el Rin y entrar en Alemania, para que de nuevo surja el universo sombrío de las máscaras; sube uno al tranvía, la máscara; entra uno en un establecimiento público, un banco, un comercio, un restaurante, una cafetería, la máscara de quita y pon;  a veces incluso se te olvida ponértela con ese calor húmedo y pegajoso. Nos creíamos liberados, pero no es así. Sigue el horror, un tanto amortiguado, pero horror. Dieciséis meses sorteando al virus dañino que en nada de tiempo se enseñoreó de todo el planeta.
Me asombra, eso sí, la seriedad con la que los franceses de toda edad y condición se toman ese tenebroso baile de máscaras. Estamos concienciados. Somos ya como aquellos chinos, japoneses y coreanos que veíamos con asombro recorrer las calles de sus populosas ciudades desafiando al smog, cuando ni siquiera sabíamos lo que era una mascarilla y el suculento negocio que iba a suponer para unos cuanto negociantes  avispados.
No hace falta que les reitere que viajar así es un horror aunque nos hallemos en una ciudad tan bella como la capital de Alsacia. En un restaurante de la Petite France, justo detrás de donde estamos cenando, un periodista y un político, españoles ambos, se confabulan en espera de que don Pablo Casado, que ese día anda por Bruselas, les conceda en breve el trozo de tarta a la que aspiran. ¿Por dónde andarán los ideales de antaño?, me pregunto.
El regreso es todavía más duro, con los centenares de ciudadanos que salen de vacaciones rumbo a Málaga, Baleares, Alicante, y, por supuesto, también Niza y hasta Córcega. El aeropuerto es una fiesta de máscaras; todos aspiran a salir de ese purgatorio cuanto antes y llegar a su punto de destino, junto al mar, libres ya de los asaltos del virus. La llegada a Alicante, después de tres horas de idéntico apiñamiento, es más angustiosa si cabe con interminables colas de turistas de toda laya pasando por entre una nube de sanitarios con batas blancas que se esfuerzan al máximo por cumplir su arriesgado cometido.
Pero nada más tomar contacto con la realidad española, nos enteramos del megabrote vinculado a los viajes de fin de curso en Mallorca; un megabrote que ya ha afectado a más de 500 estudiantes cada vez más jóvenes, más otros 2000 que permanecen aislados. Definitivamente, pienso, en esta España caótica cada cual va por su lado, cada cual hace la guerra por su cuenta. Y así nos va. Los contagiados, como bombas volantes, han regresado a sus respectivos hogares  en Madrid, País Vasco, Galicia, las dos Castillas, Valencia, etc., infectando por doquier, contribuyendo a hacer de España un macrobotellón permanente (tal es la idea que se hacen de nosotros por Europa), y, como tal, un eterno baile de máscaras.