Nadie sabe lo que sufre una persona. Lo que es capaz de soportar, sus límites. Tampoco podemos adentrarnos en sus circunstancias, sus alegrías, sus sueños o sus esperanzas. Hay un espacio de nuestra intimidad que constituye el santuario más inaccesible: lo que no compartimos con nadie. Solo Dios es testigo de lo que hay en lo profundo del corazón.  
Es ese anhelo-dolor insondable que necesitamos colmar-curar de mil maneras y que, muchas veces, casi siempre, encontramos en circunstancias cotidianas. Corremos desesperados, buscamos, nos rodeamos de ruidos para evitar escuchar la voz que grita en nuestro interior. Muchas personas actúan así: huida permanente para evitar la escucha que conlleva sufrimiento. Esa filosofía de vida es contraria a lo que la persona, el hombre y la mujer, son. Otras veces, -yo confío radicalmente en ello- tenemos ese fugaz instante en el que nos hacemos conscientes no solo del vacío que hay en nuestro corazón y en nuestra vida, sino también la aventura que vivimos y soportamos a diario para llenarlo. Es una situación permanente, insaciable, que nos hace pensar y sentir una limitación extrema. Insatisfacción radical llena de esperanza.
Pero, hoy, párate un instante, hazte consciente de todo lo que tienes, más, de quienes te rodean. Quizá te ayude recordar a quiénes faltan para descubrir la importancia de los que sigues teniendo a tu lado. Las cosas más importantes de la vida no son cosas, aunque buscamos mucho lo que no llena el corazón. Vivimos, incluso, con desmesura. Hace falta poco para vivir, casi nada. Lo importante es poder compartirlo con alguien: aquellos que llenan permanentemente tu vida, tu existencia. Gracias.