Ramón Horcajada

Edeumonía

Ramón Horcajada


Los hijos del bienestar

10/09/2020

A lo largo de estos años he ido posicionándome en posturas muy críticas con las sociedades liberales y el fracaso del ciudadano que ha resultado de la dinámica de estas sociedades. Es dentro de éstas en las que a lo largo de estos años hemos visto surgir a la última generación de dirigentes políticos en los que hemos puesto no sólo nuestros votos, sino el destino de nuestro país, nuestro destino. Sólo con esto ya tendríamos datos suficientes para juzgar a estas sociedades liberales de las que hablo, este dato ya dice mucho de ellas. Pero la cuestión se agrava cuando uno es consciente de que quien ha aupado a esos líderes ha sido una sociedad sin altura de miras e indecente con unas instituciones indecentes incapaces de medio ordenar el desorden en que se basa toda sociedad humana.
El Estado del bienestar ha visto cómo sus hijos se rebelaban en proyectos que cristalizaron en lo que el filósofo José Luis Pardo ha llamado «cultura del malestar». Ha sido en el seno de ese Estado de bienestar en el que hemos visto nacer, en la siguiente generación de los que fueron capaces de ponerlo en marcha, memorias históricas revanchistas, feminismos agresivos y políticas del resentimiento, incapaces de generar propuestas imposibles de introducir en el debate público si no es de forma agresiva y con altas dosis de violencia, de agresividad y de enfrentamiento. Estos hijos del Estado social de derecho han hecho sospechosos a los que lo crearon y pasaron a designarse como los legítimos representantes de sus ciudadanos. Los anteriores ya no representaban a nadie, eran los verdaderos culpables.
La indignación era lógica y necesaria, es más, conozco a verdaderos indignados que llevan luchando toda su vida por los pobres en absoluta pobreza. Esa indignación sí que tiene legitimidad para exigir responsabilidades por tantos y tantos abusos de poder y tanto despilfarro, pero el malestar de la cultura trasladada al malestar político que hemos presenciado estos años ha sido el malestar de pijos que, asentados en las países con las democracias más consolidadas del mundo y en los países más ricos del mundo, no en países tercermundistas aplastados en dictaduras, han querido tambalear la democracia que les permite pensar y manifestarse libremente bajo exigencias pueriles e infantiles de sujetos iluminados que serían los nuevos salvadores que regenerarían nuestro mundo y harían de él el verdadero mundo, nos harían salir del vertedero en el que los anteriores nos metieron.
Ha sido en el seno del Estado de bienestar en el que ha surgido el malestar con ese Estado social de derecho, así como con la misma democracia. Y ahí vemos ahora a los grandes partidos políticos mimetizando a los gestores del malestar intentando recuperar a sus votantes y a quien fuese necesario con el objetivo de reconquistar el poder a través del clientelismo político, de promesas incumplidas o de lo que fuese necesario.
El malestar por el malestar es algo vacío e infructuoso. Y lo estamos viendo a diario. El discurso de los indignados, tanto de derechas como de izquierdas, es tan liviano y superficial que no han tenido más refugio en sus planteamientos que propuestas tan pobres como las relacionadas con políticas de identidad regadas con resentimiento y abocadas al enfrentamiento. Y es que esas políticas de la identidad no forman ningún tipo de alternativa política ni social.
El mayor fracaso del Estado de bienestar han sido sus hijos. Como en la película Gladiator dijera el emperador Marco Aurelio a su hijo Cómodo: «Tus fracasos como hijo son mis fracasos como padre», así suena el grito de nuestro mundo a sus hijos. Hemos vivido posiblemente los años más complicados de nuestra sociedad y nos ha cogido con la peor generación de políticos que teníamos porque nos ha pillado con la peor ciudadanía. Los políticos son reflejo de lo que somos, son reflejo de los hijos del Estado de bienestar. En una sociedad madura los partidos políticos en el poder no presumirían de mantener los millones de votos que tienen después de tanta promesa incumplida, tanto engaño y tanto fraude. Una sociedad madura sentiría vergüenza cuando viese a los sujetos que hoy la representan, sus oficios, sus currículum y su experiencia. Sólo una sociedad infantil, inmadura e irresponsable puede seguir enfrentada defendiendo a semejantes representantes.